Carlos Alfonso López García y Noemí Baniandrés García
EDUCAN – Entrenamiento de animales y formación
El principio de parsimonia prioriza las explicaciones más
sencillas de entre todas las posibles. En psicología se utiliza
frecuentemente para optar por la descripción más sencilla de los
procesos subyacentes a una tarea. Sin embargo, la falta de criterios
objetivos sobre por qué un proceso mental es más sencillo que otro puede
llevar a que este uso sea intuitivo y sesgado. Para que el principio de
parsimonia sea útil en ciencia cognitiva no es necesario alcanzar una
convención universal sobre qué es más sencillo, pero sería recomendable
que cada autor que recurra a él defina y explicite sus criterios, lo que
permitirá la revisión y el análisis crítico de sus conclusiones.
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El principio de parsimonia, que afirma que en igualdad de condiciones
la explicación más sencilla suele ser la correcta, ha sido útil a la
ciencia en muchos campos, aplicándose de diferentes maneras para
analizar y categorizar diversos fenómenos en base a su sencillez.
A principios del siglo pasado, Lloyd Morgan revalidó su importancia
mostrando que el asombroso caballo Hans, que parecía saber resolver
cualquier operación matemática, se limitaba a reconocer una señal
inconsciente de su entrenador cuando ofrecía el resultado correcto.
Morgan reformuló el principio de parsimonia para su aplicación al campo
del aprendizaje, afirmando la importancia de dar preferencia a los
procesos de aprendizaje más sencillos de entre los posibles para
explicar una conducta.
Con Hans todo estaba claro: asociar y reconocer un gesto parece mucho
más simple que la aritmética, y no únicamente para un caballo. Sin
embargo, nos asaltan muchas dudas cuando leemos a nuestro admirado
Michael C. Corballis (2007), analizando las capacidades recursivas de
los estorninos europeos, usar el mismo principio de parsimonia para
afirmar que la capacidad de contar el número de repeticiones de un
sonido y usar ese dato para compararlo con la cantidad de veces que
aparece, a continuación, un sonido diferente, es más sencilla que la
capacidad para realizar un nivel básico de análisis sintáctico: la
aplicación de la regla de recurrencia de inclusión, en el cual se
sumarían los sonidos como parte integrante de una frase musical
originalmente más corta.
En el primer caso pedimos al estornino que, por así decirlo, cuente
peras, abstraiga su número como atributo relevante y lo utilice de
manera referencial para contar después el mismo número de manzanas. El
procesamiento sería: hay tantas manzanas como peras hubo antes. En el
segundo caso tendría que sumar información coherente a una frase,
añadiendo un sumando que no altere su sentido original, como, por
ejemplo, al pasar de: “El principio de parsimonia es un asunto delicado”
a “El principio de parsimonia que tanto se utiliza es un asunto
delicado”. Los dos son procesos muy complejos y profundamente
cognitivos. ¿Por qué decidimos que uno es más sencillo que otro?
Cuando la definición de sencillez no es explícita, definida y
consciente, lo que finalmente se hace es una aproximación heurística al
concepto según los conocimientos y sesgos –conscientes o no- de cada
autor que lo invoca, convirtiendo su uso en arbitrario. Esto puede
afectar a las conclusiones y, lo que es más peligroso, generar sesgos
posteriores en los lectores menos críticos, que aceptan dicha
clasificación, incluso de manera inconsciente, únicamente por la
autoridad del autor.
El problema ha ido instalándose progresivamente. Skinner, Lanza y
Epstein (1980, 1981) consideraban, por ejemplo, que el condicionamiento
operante es un proceso más sencillo que el ingenio, y sugerían que el
autoconcepto y otros fenómenos se construyen a través del
condicionamiento, apelando a que éste es un proceso más parsimonioso que
los potenciales mentalismos que se ofrecían como alternativas.
Para mantener la utilidad del principio de parsimonia como
herramienta científica en el estudio de la cognición deben definirse
parámetros para jerarquizar el nivel de sencillez de un proceso,
abandonando definitivamente una cierta tendencia a suponer que algo es
más sencillo por ser más fácilmente manejable y mensurable, como puede
suceder con los procesos de condicionamiento, pues esto no apela a la
sencillez de los procesos estudiados sino a nuestra propia capacidad
para diseñar experimentos eficaces para estudiarlos.
Por ejemplo, se podría decir que un proceso es más o menos sencillo
que otro comparando su antigüedad evolutiva, considerando más sencillo
al que surgiera antes; sus relaciones de interdependencia, considerando
más complejo al que necesita y contiene al otro; o la activación
cerebral que provoca, considerando más sencillo al que activa redes
neuronales más pequeñas, en menos áreas del cerebro y durante menos
tiempo.
¡Ojo! No decimos que compartamos esta clasificación: no creemos que
la evolución se mueva de lo sencillo a lo complejo, sino hacia lo
eficaz. Tampoco que porque un proceso forme parte de otro, el primero
sea necesariamente más simple que el segundo, salvo que esa sea la única
función del primer proceso. Pero si, como parece en algunos casos, un
proceso es parte interactiva de otros muchos, la jerarquía de
complejidad resulta menos obvia. Por último, tenemos dudas sobre que la
evaluación de la actividad cerebral sea siempre lo bastante clara como
para resultar determinante por sí misma. Quizá algunos procesos
sencillos tienen una topografía más espectacular por la imposibilidad de
activarse de forma aislada; en neuroimagen queda mucho por descubrir.
En todo caso este último criterio es el que más cómodos nos hace sentir.
Nuestra propuesta respecto al principio de parsimonia no es la
búsqueda de unos valores universalmente aceptables, ni el abandono de su
uso, sino sugerir que cada autor que lo invoque defina con claridad sus
criterios concretos, para así conocer el sesgo que pueden introducir en
la interpretación de las situaciones experimentales, permitiendo el
análisis crítico de los resultados.
Volviendo a los estorninos, no creemos que se pueda decir que la
capacidad de contar un tipo de unidades y luego hacer una comparación
cuantitativa con otro tipo de unidades sea evolutivamente anterior ni
una parte necesaria para usar la regla gramatical de recurrencia de
inclusión. Ignoramos si existen datos comparables entre la activación
del cerebro durante uno y otro proceso. Sin esta comparación y sin una
explicación sobre por qué considera más sencillo uno que el otro, hay
que sospechar que Corballis ha utilizado el principio de parsimonia de
manera intuitiva en su artículo, introduciendo un sesgo que no podemos
valorar con eficacia al no conocer el origen de su clasificación de
sencillez.
En nuestra opinión, cuando nos guiamos por la intuición a la hora de
valorar la complejidad de los procesos, el principio de parsimonia
resulta más un engorro que una ayuda para hacer ciencia útil y debería
limitarse su uso a aquellos casos en los que pueda defenderse
objetivamente la mayor sencillez de uno u otro de los procesos
comparados. Esto no evitará la aparición de sesgos, pero permitirá
reconocerlos y tomarlos en consideración en los análisis críticos de los
trabajos.
Referencias
Corballis, M. C. (2007). Pensamiento recursivo. Mente y Cerebro, 27, 78-87.
Epstein, R., Lanza, R. P., y Skinner, B.F. (1980). Symbolic communication between two pigeons. Science, 209, 543-545.
Epstein, R., Lanza, R. P., y Skinner, B.F. (1981). “Self-awareness” in the pigeon. Science, 212, 695-696.
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