NEUROGASTRONOMY: HOW THE BRAIN CREATES FLAVOR AND WHY IT MATTERS
Por Gordon M. Shepherd. Columbia University Press; Nueva York, 2012.
Los lectores de Investigación y Ciencia han disfrutado con las páginas de quimiogastronomía firmadas por Hervé This, autor de una celebrada Molecular gastronomy: exploring the science of flavor, animador de semanas y simposios internacionales sobre la materia y redactor de la edición francesa de Scientific American durante muchos años. Inspirador de este libro del profesor de neurobiología de la facultad de medicina de Yale y antiguo director del Journal of Neuroscience, escribe ponderándolo: «¿Los fogones? Por encima de todo es cuestión de amor, luego arte, después técnica. Chefs y amantes de la buena mesa pueden beneficiarse de un mayor conocimiento de los factores que intervienen en el proceso culinario, del huerto al tenedor. De ahí la importancia del aroma y la justificación del título de esta obra de Gordon M. Shepherd». A Shepherd se le reconocen valiosas aportaciones al dominio de los microcircuitos cerebrales, sintetizadas en su ahora clásico The synaptic organization of the brain. Entre esos microcircuitos, el de la olfacción reviste interés para la percepción del olor.
Nos alimentamos, con frecuencia diaria, movidos por un apetito que está regulado por hormonas, que lo activan cuando tenemos hambre y lo inactivan cuando quedamos satisfechos. Tal regulación endocrina no explica por qué nos gustan unos alimentos y otros no, por qué ansiamos lo que nos deja buen sabor o rechazamos lo desabrido. Para responder a las cuestiones de ese tenor se está creando una nueva disciplina, centrada en los aromas de los alimentos. Pero conviene aclarar conceptos y despejar errores. De estos, uno muy extendido afirma que los alimentos contienen los aromas. Lo cierto es que los alimentos contienen las moléculas de los aromas; los aromas, en cuanto tales, son creaciones de nuestro cerebro. Por eso de ellos se ocupa la neurogastronomía, que nos describe de qué modo el sistema cerebral del aroma, quizás el más extenso, crea percepciones, emociones, recuerdos, conciencia, lenguaje y decisiones.
Avanzados los ochenta, la comunidad científica aceptaba todavía que el olfato había perdido importancia para la supervivencia a favor de la vista cuando nuestros antepasados comenzaron a caminar erguidos. Shepherd está ayudando a cambiar de opinión: cuanto más se acerca a la mesa la investigación, mejor nos percatamos de que los placeres reales de la vida se hallan ligados al olfato. Se había venido preparando el terreno: desde la anatomía de la digestión, que explica la masticación y absorción de los alimentos; desde la fisiología, que analiza el transporte de los olores hasta las células sensoriales mediante la inspiración y la espiración; desde la psicología, que estudia la combinación de olor y sabor para producir lo que aquí denominamos aroma, una de las sensaciones más complejas; desde la neurociencia cognitiva, que usa la técnica de formación de imágenes para demostrar la aparición del aroma a partir de la actividad de los niveles cerebrales superiores; desde la neurofarmacología, que aborda la excitación de determinadas áreas del cerebro por el ansia de comer, las mismas estructuras que se activan con el deseo de tabaco, alcohol o drogas; desde la bioquímica, que detalla las hormonas circulantes en el torrente sanguíneo que despiertan el hambre; desde la antropología, que explica por qué la cocción del alimento constituyó el motor de la evolución; desde la biología molecular, que descubre que los receptores sensoriales del olor forman la familia más extensa de genes de nuestro acervo y desentrañan el origen molecular de nuestra percepción de los olores; por fin, desde la etología, que muestra cómo monos y humanos poseemos un sentido del olfato muy fino.
De todas esas aportaciones de fuentes diversas se desprendía que la percepción del aroma no se debe a la inhalación, sino a la espiración y retorno por las vías nasales, mientras masticamos y deglutimos. A ese proceso se le llama olor retronasal. El sentido del gusto, si lo definimos con precisión, consta de sensibilidad solo para con lo dulce, salado, amargo, agrio y umami. El olor retronasal constituye, en cambio, la nueva frontera para el estudio de la creación cerebral del sentido del aroma. Los sabores elementales se perciben desde el nacimiento, mientras que los olores retronasales se aprenden y quedan abiertos a las diferencias individuales.
La propia investigación realizada por Shepherd ha llevado a la conclusión de que la inhalación genera una pauta espacial de actividad en el cerebro, pauta que opera como imagen del olor, variable según este, a la manera en que cada rostro forma una imagen distinta en nuestro sistema visual. El cerebro reconoce las pautas. Añádase, además, que el hombre ha desarrollo un cerebro voluminoso. Aunque nuestro aparato sensorial no posea tantas moléculas o células receptoras como otros mamíferos, ello no empece que poseamos un poderoso sentido del olor. Ese cerebro grande que nos permitió adquirir el lenguaje es el que nos faculta para desarrollar un extraordinario sentido del aroma. Ese nivel elevado de procesamiento (donde se incluyen sistemas para la memoria, emoción, cognición y lenguaje) nos concede un sistema cerebral único del aroma. En este, el papel principal se reserva para el olor.
En una fase inicial, los sistemas sensoriales que intervienen en el aroma transforman las representaciones sensoriales individuales para constituir la sensación del aroma. Se parte de los cinco sentidos, que reciben sus estímulos en sus receptores y los convierten en representaciones neurales. El olfato forma, en el sistema límbico prosencefálico, recuerdos olorosos, pues tienen acceso directo a los sistemas cerebrales de la memoria y la emoción. La corteza olfatoria se proyecta ulteriormente a la corteza orbitofrontal, donde establece conexión con los centros superiores de las capacidades, exclusivas del hombre, del juicio y la planificación. Las vías del gusto llegan al tronco cerebral, para proceder luego hasta sus áreas corticales, donde interaccionan con otras representaciones sensoriales del núcleo del aroma. Los diferentes tipos de tacto que el alimento y la bebida activan en la boca se envían, a través de las vías del tacto, hacia el tronco cerebral, y de allí pasan al tálamo y sus áreas corticales receptoras y asociativas. La vista del alimento y la comida antes de que los consumamos activa la trayectoria visual que pasa a través del tálamo hacia las áreas visuales en la parte posterior del cerebro. Posee una influencia determinante sobre cómo juzgamos su aroma. El sonido, por fin, que emana de la masticación y deglución, se integra en la experiencia del aroma. Sabido es que la integración multisensorial se produce cuando la respuesta celular de una región a dos o más estímulos al mismo tiempo es más que la suma de las respuestas individuales. Hablamos entonces de supraadición. Con la alimentación se produce la activación simultánea de un conjunto común de regiones (córtex orbitofrontal, ínsula anterior, operculum y giro cingulado anterior), que configura la representación distribuida en nuestra mente de un objeto aromático. La imagen percibida crea la representación neural de un aroma recordado.
El sistema cerebral del aroma desempeñó un papel determinante en la evolución del hombre. Cinco tipos de pruebas lo avalan: el registro génico, la competición entre visión y olfacción, el aumento del volumen cerebral, la adaptación del sistema musculoesquelético a la búsqueda de alimento y el control del fuego y de la cocina. La disminución observada de genes receptores olfatorios en el hombre se vio compensada por el desarrollo del prosencéfalo, al que tiene acceso directo privilegiado la vía olfatoria. En otro orden, hace dos millones de años, ciertos grupos humanos salieron de África. Algunos llegaron a Indonesia en un tiempo corto (desde el punto de vista evolutivo). Ello pudo facilitar no solo la estatura erecta y el agrandamiento del cerebro, sino también los cambios esqueléticos que reflejan adaptaciones a grandes recorridos; entre dichas adaptaciones estarían fémures más largos, relaciones más flexibles entre el torso y las extremidades para posibilitar un mayor equilibrio en la carrera. A esas adaptaciones deben sumarse las vinculadas con la búsqueda de comida más apetitosa con hierbas y especias. Un episodio crítico fue el uso del fuego para elaborar la comida y aligerar el trabajo mandibular. La cocción facilita la socialización de los miembros del clan y cierta estructuración de la sociedad (fabricantes de cacharros de cocina, de útiles). A buen seguro los comentarios sobre el estado del alimento debía ser motivo de conversación en torno al fuego, su sabor. Lo que puso en relación lenguaje, olores y aromas.
Por Gordon M. Shepherd. Columbia University Press; Nueva York, 2012.
Los lectores de Investigación y Ciencia han disfrutado con las páginas de quimiogastronomía firmadas por Hervé This, autor de una celebrada Molecular gastronomy: exploring the science of flavor, animador de semanas y simposios internacionales sobre la materia y redactor de la edición francesa de Scientific American durante muchos años. Inspirador de este libro del profesor de neurobiología de la facultad de medicina de Yale y antiguo director del Journal of Neuroscience, escribe ponderándolo: «¿Los fogones? Por encima de todo es cuestión de amor, luego arte, después técnica. Chefs y amantes de la buena mesa pueden beneficiarse de un mayor conocimiento de los factores que intervienen en el proceso culinario, del huerto al tenedor. De ahí la importancia del aroma y la justificación del título de esta obra de Gordon M. Shepherd». A Shepherd se le reconocen valiosas aportaciones al dominio de los microcircuitos cerebrales, sintetizadas en su ahora clásico The synaptic organization of the brain. Entre esos microcircuitos, el de la olfacción reviste interés para la percepción del olor.
Nos alimentamos, con frecuencia diaria, movidos por un apetito que está regulado por hormonas, que lo activan cuando tenemos hambre y lo inactivan cuando quedamos satisfechos. Tal regulación endocrina no explica por qué nos gustan unos alimentos y otros no, por qué ansiamos lo que nos deja buen sabor o rechazamos lo desabrido. Para responder a las cuestiones de ese tenor se está creando una nueva disciplina, centrada en los aromas de los alimentos. Pero conviene aclarar conceptos y despejar errores. De estos, uno muy extendido afirma que los alimentos contienen los aromas. Lo cierto es que los alimentos contienen las moléculas de los aromas; los aromas, en cuanto tales, son creaciones de nuestro cerebro. Por eso de ellos se ocupa la neurogastronomía, que nos describe de qué modo el sistema cerebral del aroma, quizás el más extenso, crea percepciones, emociones, recuerdos, conciencia, lenguaje y decisiones.
Avanzados los ochenta, la comunidad científica aceptaba todavía que el olfato había perdido importancia para la supervivencia a favor de la vista cuando nuestros antepasados comenzaron a caminar erguidos. Shepherd está ayudando a cambiar de opinión: cuanto más se acerca a la mesa la investigación, mejor nos percatamos de que los placeres reales de la vida se hallan ligados al olfato. Se había venido preparando el terreno: desde la anatomía de la digestión, que explica la masticación y absorción de los alimentos; desde la fisiología, que analiza el transporte de los olores hasta las células sensoriales mediante la inspiración y la espiración; desde la psicología, que estudia la combinación de olor y sabor para producir lo que aquí denominamos aroma, una de las sensaciones más complejas; desde la neurociencia cognitiva, que usa la técnica de formación de imágenes para demostrar la aparición del aroma a partir de la actividad de los niveles cerebrales superiores; desde la neurofarmacología, que aborda la excitación de determinadas áreas del cerebro por el ansia de comer, las mismas estructuras que se activan con el deseo de tabaco, alcohol o drogas; desde la bioquímica, que detalla las hormonas circulantes en el torrente sanguíneo que despiertan el hambre; desde la antropología, que explica por qué la cocción del alimento constituyó el motor de la evolución; desde la biología molecular, que descubre que los receptores sensoriales del olor forman la familia más extensa de genes de nuestro acervo y desentrañan el origen molecular de nuestra percepción de los olores; por fin, desde la etología, que muestra cómo monos y humanos poseemos un sentido del olfato muy fino.
De todas esas aportaciones de fuentes diversas se desprendía que la percepción del aroma no se debe a la inhalación, sino a la espiración y retorno por las vías nasales, mientras masticamos y deglutimos. A ese proceso se le llama olor retronasal. El sentido del gusto, si lo definimos con precisión, consta de sensibilidad solo para con lo dulce, salado, amargo, agrio y umami. El olor retronasal constituye, en cambio, la nueva frontera para el estudio de la creación cerebral del sentido del aroma. Los sabores elementales se perciben desde el nacimiento, mientras que los olores retronasales se aprenden y quedan abiertos a las diferencias individuales.
La propia investigación realizada por Shepherd ha llevado a la conclusión de que la inhalación genera una pauta espacial de actividad en el cerebro, pauta que opera como imagen del olor, variable según este, a la manera en que cada rostro forma una imagen distinta en nuestro sistema visual. El cerebro reconoce las pautas. Añádase, además, que el hombre ha desarrollo un cerebro voluminoso. Aunque nuestro aparato sensorial no posea tantas moléculas o células receptoras como otros mamíferos, ello no empece que poseamos un poderoso sentido del olor. Ese cerebro grande que nos permitió adquirir el lenguaje es el que nos faculta para desarrollar un extraordinario sentido del aroma. Ese nivel elevado de procesamiento (donde se incluyen sistemas para la memoria, emoción, cognición y lenguaje) nos concede un sistema cerebral único del aroma. En este, el papel principal se reserva para el olor.
En una fase inicial, los sistemas sensoriales que intervienen en el aroma transforman las representaciones sensoriales individuales para constituir la sensación del aroma. Se parte de los cinco sentidos, que reciben sus estímulos en sus receptores y los convierten en representaciones neurales. El olfato forma, en el sistema límbico prosencefálico, recuerdos olorosos, pues tienen acceso directo a los sistemas cerebrales de la memoria y la emoción. La corteza olfatoria se proyecta ulteriormente a la corteza orbitofrontal, donde establece conexión con los centros superiores de las capacidades, exclusivas del hombre, del juicio y la planificación. Las vías del gusto llegan al tronco cerebral, para proceder luego hasta sus áreas corticales, donde interaccionan con otras representaciones sensoriales del núcleo del aroma. Los diferentes tipos de tacto que el alimento y la bebida activan en la boca se envían, a través de las vías del tacto, hacia el tronco cerebral, y de allí pasan al tálamo y sus áreas corticales receptoras y asociativas. La vista del alimento y la comida antes de que los consumamos activa la trayectoria visual que pasa a través del tálamo hacia las áreas visuales en la parte posterior del cerebro. Posee una influencia determinante sobre cómo juzgamos su aroma. El sonido, por fin, que emana de la masticación y deglución, se integra en la experiencia del aroma. Sabido es que la integración multisensorial se produce cuando la respuesta celular de una región a dos o más estímulos al mismo tiempo es más que la suma de las respuestas individuales. Hablamos entonces de supraadición. Con la alimentación se produce la activación simultánea de un conjunto común de regiones (córtex orbitofrontal, ínsula anterior, operculum y giro cingulado anterior), que configura la representación distribuida en nuestra mente de un objeto aromático. La imagen percibida crea la representación neural de un aroma recordado.
El sistema cerebral del aroma desempeñó un papel determinante en la evolución del hombre. Cinco tipos de pruebas lo avalan: el registro génico, la competición entre visión y olfacción, el aumento del volumen cerebral, la adaptación del sistema musculoesquelético a la búsqueda de alimento y el control del fuego y de la cocina. La disminución observada de genes receptores olfatorios en el hombre se vio compensada por el desarrollo del prosencéfalo, al que tiene acceso directo privilegiado la vía olfatoria. En otro orden, hace dos millones de años, ciertos grupos humanos salieron de África. Algunos llegaron a Indonesia en un tiempo corto (desde el punto de vista evolutivo). Ello pudo facilitar no solo la estatura erecta y el agrandamiento del cerebro, sino también los cambios esqueléticos que reflejan adaptaciones a grandes recorridos; entre dichas adaptaciones estarían fémures más largos, relaciones más flexibles entre el torso y las extremidades para posibilitar un mayor equilibrio en la carrera. A esas adaptaciones deben sumarse las vinculadas con la búsqueda de comida más apetitosa con hierbas y especias. Un episodio crítico fue el uso del fuego para elaborar la comida y aligerar el trabajo mandibular. La cocción facilita la socialización de los miembros del clan y cierta estructuración de la sociedad (fabricantes de cacharros de cocina, de útiles). A buen seguro los comentarios sobre el estado del alimento debía ser motivo de conversación en torno al fuego, su sabor. Lo que puso en relación lenguaje, olores y aromas.
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