Dirigido por Charles H. Lineweaver, Paul C. W. Davis y Michael Ruse. Cambridge University Press; Cambridge, 2013.
Existe una idea muy extendida de que el universo en general, y la
vida en particular, se van haciendo cada vez más complejos con el
tiempo. Para admitir que el mundo físico es extraordinariamente complejo
basta con mirar a nuestro alrededor. De las moléculas a los cúmulos
galácticos, se observa una superposición de capas de estructuras y de
procesos complejos. El éxito de la empresa científica a lo largo de los
últimos 300 años parte en buena medida del supuesto de que, en el
universo, más allá de la complejidad que reina en la superficie, existe
una elegante simplicidad matemática. Desde hace unos años, favorecido
por la disponibilidad de una computación rápida y poderosa, la ciencia
ha buscado principios generales que gobiernen la complejidad. Se han
abordado diferentes formas de complejidad, desde el apilamiento caótico
de rocas hasta la organización exquisita de un ser vivo.
El progreso espectacular registrado en física de partículas o atómica
se debe a que se deja de lado la complejidad de los materiales para
centrarse en sus últimos componentes, bastante más sencillos. Los
adelantos en cosmología dejan en buena medida de lado las complicaciones
de la estructura galáctica y abordan el universo desde un enfoque
simplificado. Las técnicas aplicadas a la física de partículas y a la
cosmología no sirven para descubrir la naturaleza y el origen de la
complejidad biológica, que parece emerger sin cesar. La evolución
darwinista explica cómo apareció la complejidad biológica, pero no
aporta ningún principio general de por qué surgió. La supervivencia del
mejor adaptado no es necesariamente la supervivencia del más complejo.
Los físicos se esfuerzan por alcanzar una definición unificada de
complejidad, mientras que los biólogos y científicos de la complejidad
describen su naturaleza.
Pero ¿qué es la complejidad? ¿Por qué aumenta? A este concepto
interdisciplinar se han asociado otros: entropía, orden, información,
computación, emergencia o energía libre. Pero no es fácil extender
nociones que tienen un significado propio en una disciplina a otra. La
energía libre posee un sentido propio en física y química, de difícil
encaje en biología; dígase lo propio de la entropía, la información y la
computación. Sobre los conceptos orden y emergencia reina una enorme
confusión por su vaguedad. Incluso conceptos que creemos unívocos y
asentados carecen de límites precisos. Tal el concepto de gen.
Decenios de análisis han desembocado en la creencia común de que el
gen constituye una entidad perfectamente definida, que se expresa en una
función nítida. En medios científicos, médicos sobre todo, se supone
que se trata de una secuencia específica de información genética que,
cuando se convierte en ARN mensajero, codifica una proteína. Solo habría
que vincular enfermedades con sus genes subyacentes. Entre los
genetistas, sin embargo, la noción de gen se ha tornado harto borrosa.
Allí donde antaño se veían genes acotados e individualizados, que
producían transcriptos de ARN, perciben ahora una masa caótica de ARN.
Se pone en cuestión la vieja esperanza de la reducción de problemas
biológicos complejos a una interpretación mecanicista del ADN. Ni
siquiera se ponen de acuerdo los expertos en centrar en los genes la
atención principal con sacrificio de otras partes del genoma, las
proteínas o la interacción mutua en distintos tejidos.
Los cosmólogos sostienen que un segundo después de la gran explosión (big bang),
hace 13.800 millones de años, el universo era una sopa uniforme de
protones, neutrones, electrones y neutrinos, partículas subatómicas
bañadas en una radiación uniforme. De la misma surgieron, andando el
tiempo, múltiples niveles de complejidad que jalonaron la evolución del
universo. A medida que el universo se enfriaba y expandía, la materia no
solo se agregaba en estructuras, sino que empezó un proceso de
diferenciación progresiva que continúa hasta hoy. El primer estadio fue
la formación de helio (He) durante los tres primeros minutos, de modo
que la composición química del material cosmológico constaba de
hidrógeno (H) y He. Con la formación de las galaxias, unos 400 millones
de años más tarde, nacieron las primeras estrellas y se añadieron
elementos más pesados que el H y el He; y se diseminaron en las regiones
interestelares por explosiones de supernova. Se liberó así el potencial
para una variedad casi ilimitada de formas materiales sólidas, que iban
de granos finísimos a los planetas.
Con la aparición de los planetas con superficies sólidas, el camino
quedaba expedito para el enriquecimiento ulterior de formas materiales a
través de cristalización y formación de sustancias amorfas. Las
posibilidades fueron astronómicas. La historia de la materia es la
historia de una complejidad creciente. Quedémonos en el humilde copo de
nieve para comprobar que incluso una población de cristales de hielo
puede combinarse en múltiples patrones de filigranas hexagonales, pues
quizá no haya habido dos copos de nieve iguales en la historia de la
Tierra. Una historia similar cabe aplicar a casi todas las estructuras
sólidas; no hay dos rocas de idéntica composición interna o forma
externa. La distribución de los objetos no conoce límites. Sin embargo,
el futuro del universo será de simplicidad incesante como resultado de
la expansión acelerada.
Otro tanto puede aplicarse a los fluidos: no hay dos nubes iguales,
ni dos océanos con idéntico patrón de flujo, ni hay dos pautas de
convección planetarias iguales (ni, por tanto, dos pautas de campos
magnéticos), ni dos patrones de viento estelar, ni dos lluvias de rayos
cósmicos, ni... El principio de esa explosión de diversidad puede
buscarse en la ruptura de la simetría.
Una de las predicciones principales de todos los tiempos fue
realizada en 1852 por el físico William Thomson (lord Kelvin). A partir
de las leyes de la termodinámica y la naturaleza de la entropía, Thomson
llegó a la conclusión de que el universo se estaba muriendo. La segunda
ley de la termodinámica, que había sido formulada años antes por
Clausius, Maxwell, Boltzmann y otros, establece que, en un sistema
físico aislado, la entropía total (la medida del desorden) no puede
disminuir nunca. Todos los procesos físicos, mientras pueden producir
una caída de entropía en una región local, entrañan siempre una subida
de entropía en cualquier otro lugar que compense lo anterior, de suerte
que el resultado neto sea un aumento de la entropía total. Aplicado al
universo en su totalidad, la segunda ley predice un crecimiento
inexorable de la entropía global con el tiempo y un crecimiento
concomitante del desorden. El aumento de entropía debe ahora definirse
en referencia a un volumen en expansión del espacio. Una visión simple
de la segunda ley de la termodinámica es que el universo comenzó en un
estado bajo de entropía, entropía que ha ido en aumento desde entonces y
seguirá creciendo en el futuro.
La creciente complejidad del universo se realiza a costa de un
aumento de la entropía del campo gravitatorio: mientras la materia y la
radiación disfrutan de una energía libre sostenida en virtud del campo
para promover procesos complicados, el propio campo gravitatorio paga el
precio en su ser desordenado. De modo que la entropía total del
universo aumenta incluso cuando crece la riqueza, complejidad y
diversidad de sus contenidos. Un campo gravitatorio de baja entropía
presenta una forma simple, mientras que un campo de entropía elevada es
complejo.
La complejidad no puede aumentar en el tiempo sin una fuente de
energía libre para generarla o transferirla. Ello solo es posible si el
universo no se encuentra en un estado de equilibrio termodinámico (de
muerte térmica). Ejemplo bien conocido de la emergencia de la
complejidad y del concomitante incremento de la entropía (o caída de
energía libre) que hay que pagar por ello es la estructura organizada de
un huracán, que solo es posible por la existencia (y baja entropía) de
gradientes de presión, temperatura y humedad. También ofrece otro
ejemplo el origen de la vida instado por la explotación de alguna forma
de potencial químico redox. La entropía constituye el grado de desorden
de un sistema; ello implica que es el orden, y no la complejidad, lo que
desempeña un papel inverso. No hay, pues, incompatibilidad entre
avanzar en complejidad y avanzar en entropía.
Puesto que la complejidad física requiere la explotación de
gradientes de energía libre, el desarrollo de cualquier tipo de
complejidad está vinculado a la disminución de energía libre y al
incremento de entropía, en conformidad con la segunda ley de la
termodinámica. Ahora bien, que el desarrollo de la complejidad sea
coherente con la segunda ley no significa que sea explicado por ella.
Numerosos autores han reconocido que la entropía y la segunda ley
guardan un nexo fundamental con la complejidad. Pero no se trata de una
simple relación inversa.
Con la formación de planetas, se abre la puerta a la formación de la
vida y el desarrollo de la complejidad biológica. Parece incuestionable
que la biosfera es hoy mucho más compleja que cuando la vida apareció
sobre la Tierra. (Nadie sabe cuándo ocurrió, pero existe un acuerdo
general en fijar esa época hace algo más de 3500 millones de años.) No
podemos separar la complejidad de los organismos de la complejidad de su
entorno. Un individuo humano es más complejo que una bacteria y una
pluviselva más compleja que una colonia de bacterias. Darwin adoptó la
metáfora del árbol para describir la evolución, con sus ramas y puntos
de separación. Un árbol evolutivo es manifiestamente asimétrico con el
tiempo: resulta completamente distinto si lo miramos de arriba abajo.
Las mutaciones pueden causar que una especie se divida en dos por
divergencia genómica, pero no encontraremos nunca dos especies que se
fundan en una (salvo en el exclusivo caso de la endosimbiosis), por la
sencilla razón de que es infinitésima la probabilidad de que diferentes
secuencias genómicas que representan dos especies acometan las
mutaciones requeridas para convertirse en una idéntica.
No existe una ley absoluta sobre la complejidad biológica, aunque se
han documentado dos tendencias en la escala de la historia de la vida:
el tamaño corporal y la jerarquía (célula procariota, célula eucariota,
individuo multicelular, colonia). Si el Sol explotara mañana y
destruyera toda la vida, habría que partir de cero para la emergencia de
esta. Y por lo que se refiere a la biosfera en su globalidad, la
evolución de la complejidad no es vía de dirección única.
La complejidad biológica puede hallarse en una especialización
incrementada de partes corporales tales como la duplicación y
subsiguiente diferenciación de extremidades animales, en las relaciones
entre especies y en las redes de ecosistemas. Aunque el grado de
especialización parece un criterio razonable de complejidad biológica,
existen numerosos ejemplos en la historia de la vida sobre la Tierra en
los que la especialización ha conducido a la extinción, mientras que la
simplificación ha conducido a un éxito adaptativo y a la supervivencia.
Con otras palabras, la macroevolución exhibe tendencias en una doble
dirección: hacia la complejidad y hacia la simplicidad.
Cabe la posibilidad de que la vida haya encontrado y refinado las
principales soluciones operativas de los problemas de supervivencia y
reproducción, de que la diversidad de la vida tenga saturado el espacio
de complejidad y que la complejidad se esté acercando a sus límites.
Salvo la complejidad neural, que podría no haber alcanzado su apoteosis
en los humanos. Aunque el cerebro de los vertebrados conoció varios
incrementos de tamaño, la encefalización rampante se inició en los
últimos 20 millones de años. Los datos actuales dan 18 millones de años
para el cerebro del delfín, 7 millones de años para los homínidos y
quizá la misma cifra para los cuervos de Nueva Caledonia. El cerebro
humano constituye la entidad más compleja del universo. Cuando la
información suministrada por el entorno cambia con una celeridad que
impide ser incorporada en los genes (es decir, cambios en el medio a una
escala temporal inferior a una generación), puede incorporarse en las
capacidades de información biológica del cerebro. Igual que la
complejidad biológica, la complejidad cultural dependería, en última
instancia, de la complejidad física.
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