En la última década, los científicos han descubierto que el comportamiento, el estado de ánimo e incluso la memoria pueden verse modificados por la acción de microbios externos. Un claro ejemplo son los efectos que nos provoca estar en contacto con Mycobacterium vaccae, una bacteria que vive en el suelo
y que inhalamos cuando damos un paseo por el campo, jugamos un rato en
el parque o podamos las plantas del jardín. Según un estudio publicado
hace unos años en la revista Neuroscience, este microbio estimula
a las neuronas de la corteza prefrontal del cerebro humano para que
liberen serotonina, el neurotransmisor de la felicidad y el bienestar,
lo que nos pone de muy buen humor. Lo que es más, Christopher Lowry,
neurocientífico de la Universidad de Bristol (Reino Unido), ha
comprobado que inyectando la bacteria en ratones de laboratorio ejercía
un efecto antidepresivo muy similar al popular Prozac.
Por si
esto fuera poco, Dorothy Matthews, investigadora de The Sages Colleges
de Nueva York (EE UU), ha llegado a la sorprendente conclusión de que M. vaccae también puede mejorar la capacidad de aprendizaje.
En experimentos con roedores alimentados con la bacteria viva, Matthews
y su equipo comprobaron que los animales “infectados” se movían más
rápido por los laberintos y sufrían menos ansiedad.
“Podemos especular que sería positivo programar en las escuelas un tipo
de aprendizaje al aire libre para adquirir nuevas habilidades”, sugiere
Matthews. A la vista de estos resultados, tampoco parece descabellado
imaginar que, en un futuro no muy lejano, podamos tomar un puñado de estas bacterias para convertirnos en personas más felices e inteligentes. De hecho, en 2003 Rook y Lowry ya dieron el primer paso en este sentido al obtener una patente para el uso de M. vaccae y derivados para tratar la ansiedad, los ataques de pánico y los trastornos alimentarios.
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