martes, 21 de abril de 2009

El ojo cooperativo



Una característica que nos diferencia de la mayoría de los mamíferos (a parte de usar tarjetas de crédito) es el hecho de que en nuestro caso se distingue fácilmente el “blanco de los ojos”, es decir, el hecho de que la superficie blanca de nuestra córnea es muy superior que la que tienen otras especies (Kobayashi and Kohshima, 1997). En una comparación sistemática de 92 especies de primates (incluidos nosotros) se encontró que 85 tenían una esclera uniforme de color pardo o pardo oscuro (Kobayashi and Kohshima, 2001). Dado que nuestros parientes cercanos (chimpancé, gorila) no comparten esta característica, cabe pensar que surgió en algún momento de nuestra evolución. La pregunta es: ¿confería alguna ventaja adaptativa a nuestros antecesores? Y en tal caso ¿qué ventaja?


La respuesta a la primera pregunta no es necesariamente afirmativa. Las características que observamos en las especies actuales no son siempre producto de la selección natural. Pueden ser debidas al azar o ser consecuencias indirectas de la selección de otros caracteres. Sin embargo, no puede descartarse que el blanco de los ojos tuviera una función en nuestra especie. Otros datos apuntan en la misma dirección. Por ejemplo, en el ojo humano la superficie blanca es muy superior a la de otras especies (tres veces mayor que en nuestros parientes próximos) y el contraste entre el color del ojo y el color de la piel es muy alto en nuestro caso (y mucho más bajo en las especies estudiadas). Todo esto sugiere que diferentes características han tenido que combinarse para dar lugar al típico ojo humano.


¿Dónde podría estar la ventaja selectiva? Se han sugerido algunas explicaciones. Por ejemplo, podría servir como indicador de la salud del individuo, lo que podría contribuir a su éxito reproductivo (al ser preferido por individuos de sexo opuesto para aparearse). No obstante, esto debería aplicar de forma parecida a los chimpancés. Otra posibilidad es que esta característica facilitara en gran medida que otros individuos pudieran saber en qué dirección estamos mirando, con lo que podría aumentar notablemente la interacción ¿Y el hecho de que otros puedan saber a dónde estoy mirando constituye una ventaja? Depende. Podría serlo si los humanos evolucionamos un ambiente social cooperativo (podría ser una desventaja en caso contrario). Pero, precisamente, la capacidad de cooperación es una de las características genuinamente humanas y que nos distingue de los chimpancés y los gorilas. Este espíritu de grupo seguramente fue un factor importante en nuestro éxito como especie y nos ayudó a colonizar la mayoría de los hábitats del planeta. Según esta idea, denominada hipótesis del ojo cooperativo, el característico contraste de nuestros ojos fue seleccionado porque permitía una mayor co-orientación visual entre individuos, lo que haría más fácil la coordinación de tareas.


Sin duda, la hipótesis es interesante, pero cómo comprobarla. Michael Tomasello y sus colaboradores, del Instituto Max-Plank de Antropología Evolutiva de Leipzig, se han puesto a ello y nos lo cuentan en un artículo reciente de la revista Journal of Human Evolution (Tomasello et al., 2007). La idea es en principio simple. Si la hipótesis del ojo cooperativo es cierta, los humanos seguiríamos la mirada de otros individuos basándonos precisamente en la dirección a la que apuntan sus ojos y esperaríamos que eso no ocurriera en especies emparentadas (que no tienen blanco en los ojos). Para comprobar esta idea los investigadores compararon el comportamiento de bebés humanos con el de chimpancés (jóvenes y adultos). Un experimentador humano miraba al cielo “sólo con los ojos”, o bien “sólo con la cabeza” (con los ojos cerrados), o bien “con ambos a la vez”. Los chimpancés siguieron la mirada del experimentador basándose fundamentalmente en el movimiento de la cabeza (aunque los ojos jugaban también algún papel). En cambio, los bebés humanos se basaron casi exclusivamente en los movimientos oculares. Estos resultados apoyan la hipótesis del ojo cooperativo (más bien, una parte de ella), pero todavía estamos lejos de poder afirmar que la hipótesis está contrastada más allá de toda duda razonable. Entretanto, me quedo con los versos de Gutierre de Cetina.


Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.


Kobayashi, H., and Kohshima, S. (1997) Unique morphology of the human eye. Nature 387: 767-768.

Kobayashi, H., and Kohshima, S. (2001) Unique morphology of the human eye and its adaptive meaning: comparative studies on external morphology of the primate eye. J Hum Evol 40: 419-435.

Tomasello, M., Hare, B., Lehmann, H., and Call, J. (2007) Reliance on head versus eyes in the gaze following of great apes and human infants: the cooperative eyes hypothesis. Journal of Human Evolution 52: 314-320.

Rostros y primates

El término instinto está algo desprestigiado en la actualidad, pero tenemos que considerarlo en este blog ya que se encuentra justo en el núcleo del debate Naturaleza-Crianza. El concepto no es nuevo en absoluto. El gran filósofo norteamericano William James lo había desarrollado mucho antes (aunque no de forma experimental), y no tuvo ningún empacho en aplicarlo a la conducta humana. Sin embargo, actualmente los psicólogos son algo reacios a aplicar este término a los humanos. El problema es que la idea de una conducta totalmente programada desde el nacimiento e independiente por completo del medio, resulta útil para describir algunas situaciones, pero no todas. Con las conductas esterotipadas que observamos, por ejemplo en los insectos, el concepto de instinto se ajusta bastante bien. Pero cuando tratamos de explicar comportamientos más complejos, por ejemplo en mamíferos o aves, la cosa se complica. En general, cuanto mayor y más complejo sea el cerebro de un animal, su conducta estará gobernada más por el aprendizaje y menos por el instinto. El problema radica en que muchas de las pautas de conducta que se observan son en parte programadas y en parte aprendidas. De aquí que la dicotomía tajante entre instinto y aprendizaje no funcione.

Uno de los conceptos desarrollados por Konrad Lorenz es el denominado ‘imprinting’. Lorenz observó que los pollitos de ganso identificaban como ‘su madre’ al primer animal que veían nada más salir del cascarón. De hecho, durante un periodo de su vida se vio constantemente perseguido por un grupo de gansos jóvenes que le identificaban como tal. Este fenómeno debe de estar genéticamente programado y sólo funciona en un periodo de tiempo muy corto. Por otra parte, no puede negarse que los pollos ‘aprenden’ quién es su madre. En condiciones normales, este tipo de aprendizaje genéticamente controlado asegura que el pollito va a ‘aprender’ correctamente quién es su verdadera madre ¿Genético o aprendido?

Veamos otro caso. El pinzón vulgar (Fringilla coelebs) tiene un canto muy característico, que podría definirse como una breve y vigorosa cascada de aproximadamente 12 notas. Los pinzones criados en cautividad (y por tanto, privados del canto de un pinzón salvaje) desarrollan un canto irreconocible, aunque con el número de notas correcto. Si se los cría en grupos aislados entre sí, cada grupo desarrolla un canto diferente. Esto nos indica que el canto del pinzón es aprendido y no innato; sin embargo, si exponemos a los pinzones cautivos al canto de su propia especie y al de una especie diferente, invariablemente desarrollan el canto típico del pinzón. Esto nos indica que el pinzón reconoce de forma ‘instintiva’ el canto de su propia especie. Interesante ¿no?

El problema es que, en la mayoría de los casos, resulta muy difícil separar los efectos genéticos de los ambientales, a menos que recurriésemos a técnicas francamente drásticas. Por ejemplo, el faraón Psammeticus (siglo VII ac) pensaba que el lenguaje se adquiere de forma innata, de forma que un niño que creciera sin contacto con ninguna lengua hablaría la “lengua original”. Dicho y hecho, el faraón ordenó que dos niños fueran criados en completo aislamiento. Al cabo de algunos años, uno de ellos pronunció un sonido parecido a “bekos”, que en frigio significa “pan”. De aquí dedujo el faraón que el idioma original debía de ser el frigio. Por cierto, se dice que el rey Jaime V de Escocia también realizó el más que dudoso experimento. En este caso, el niño (criado por una mujer sorda en una cabina especialmente diseñada) acabó siendo incapaz de hablar lengua alguna.

Un experimento parecido (aunque menos cuestionable desde el punto de vista ético) es el que ha realizado el investigador japonés Yoichi Sugita, y nos lo cuenta en el último número del PNAS (1). En este caso, lo que Sugita quería averiguar es si el reconocimiento visual de caras tiene una base biológica en primates. Para ello crió a un grupo de monos (Macaca fuscata) completamente privados de la visión de un rostro (humano o de mono). Los cuidadores daban el biberón a los monitos con una especie de caperuza de tela, aunque se les proporcionó un ambiente visualmente rico (con flores de colores y juguetes vistosos, pero nada que recordase a un rostro).

El sistema visual de reconocimiento de caras es capaz de discriminar cambios sutiles (p.e. distinguiendo expresiones faciales). Algunos autores asumen que dicho sistema “viene de fábrica”, o sea, se encuentra organizado en el cerebro al nacer. Otros investigadores argumentan que el reconocimiento de caras tiene su origen en una capacidad perceptual más general, y que acaba “especializándose en caras” debido a l uso frecuente en esta tarea. En definitiva, tenemos planteado un debate Naturaleza-Crianza en miniatura, con la importante ventaja de que ahora nos estamos limitando a un tema concreto, por lo que es posible abordarlo de manera experimental.

Tras un periodo (6, 12 y 24 meses, dependiendo del grupo) los monitos fueron sometidos a experimentos visuales y comparados con el grupo de control, el cual había sido criado por otros monos. En primer lugar, se comprobó que todos los animales (privados o no) prefirieron estímulos visuales que contenían caras, fueran humanas o de macaco, frente a estímulos con otros motivos. Esto sugiere que los macacos tienen una idea innata de qué debe ser una cara, y coincide con experimentos anteriores acerca de las preferencias visuales de los bebés humanos. En segundo lugar, utilizando una técnica específica (visual paired-comparison procedure) se determinó si los pequeños macacos eran capaces de distinguir entre caras nuevas y familiares. Los macacos de control no tuvieron problemas en realizar esta tarea con caras de otros macacos, pero no eran capaces de discriminar en el caso de rostros humanos. Sin embargo, y esto es lo más interesante, los macacos no-condicionados fueron igualmente capaces de distinguir lo nuevo y lo familiar, tanto en caras humanas como de mono. Al parecer, una vez que los animales han llegado a “saber”, debido a la experiencia cotidiana, cuál es el tipo de rostro relevante para ellos, pierden su poder discriminatorio para otros tipos de caras. Este fenómeno es similar al denominado “efecto de la propia raza” en humanos. Dicho efecto nos hace capaces de distinguir rostros en personas de nuestra misma raza, pero no de otras (o al menos, con más dificultad). A los europeos, todos los asiáticos les parecen iguales (o al menos, tienen mucha menos capacidad de discriminar). Análogamente, a los asiáticos, las caras europeas les resultan difíciles de distinguir. Aunque estamos lejos de una explicación completa, el fenómeno parece ser similar al descrito por Lorenz: primero tenemos un sistema innato para procesar estímulos visuales similares a una cara; después, la experiencia nos indica qué tipo de caras son relevantes para nosotros y nuestro sistema se especializa, perdiendo capacidad con respecto a las caras que no corresponden con nuestra especie (o raza).




(1) Sugita, Y. (2008) “Face perception in monkeys reared with no exposure to faces”. PNAS 8:394-398.