jueves, 8 de noviembre de 2012

Una variante genética contra el arsénico sugiere que la evolución humana continúa

Científicos descubren que poblaciones de los Andes han adaptado su ADN para resistir los altos niveles de este veneno en el agua potable de la zona


La adaptación humana es sensible al contexto, sugiere una investigación realizada por científicos suecos. Los resultados de este estudio han revelado la prevalencia de una variante genética que metaboliza el arsénico de forma más eficiente y menos tóxica, en poblaciones de los Andes que durante miles de años han consumido agua potable con altos niveles de este veneno. El descubrimiento señala que la evolución humana sigue adelante, afirman los investigadores. 

 Estudios realizados en poblaciones de aldeas argentinas de los Andes, concretamente en una región donde el agua contiene elevadas cantidades de arsénico, han revelado la prevalencia de una variante genética que metaboliza el arsénico de forma más eficiente y menos tóxica, en comparación con individuos de otros grupos indígenas de Sudamérica y América Central.

Bajo la dirección de la Universidad de Lund y la Universidad de Uppsala, en Suecia, los investigadores estudiaron por primera vez si las personas que habitan en determinadas zonas presentan genes que les protegen del arsénico.

Este estudio, publicado en la revista Environmental Health Perspectives, fue financiado en parte mediante el proyecto PHIME (“Impacto en la salud pública de la exposición a largo plazo a concentraciones bajas de elementos variados en estratos sensibles de la población”), al que se adjudicó un total de 13,4 millones de euros a través del área temática “Calidad y seguridad de los alimentos” del Sexto Programa Marco (6PM) de la UE. 

 Miles de años de preparación

“Sabemos que muchas bacterias y plantas poseen genes que aumentan la resistencia al arsénico, una sustancia altamente tóxica que se encuentra en la tierra y en el agua en muchos lugares del mundo», explica la profesora Karin Broberg, de la Universidad de Lund.

“No se han realizado investigaciones con anterioridad sobre si las personas que habitan en estas regiones también poseen genes que les protejan contra el arsénico”.

En estudios previos se halló un vínculo entre los niveles elevados de arsénico en el agua de beber y problemas de salud como cardiopatías y diabetes, así como una mayor morbilidad infantil y riesgo de desarrollar cáncer.

Según publica Cordis, esta conexión se detectó recientemente en algunas regiones del mundo, como en Bangladesh. Sin embargo, en los Andes, el agua contiene arsénico desde hace miles de años, debido principalmente a las elevadas concentraciones de esta sustancia tóxica presentes en el lecho rocoso y también a la actividad minera que data de la época precolonial.

Anteriormente se habían descubierto momias de 7.000 años de antigüedad en el norte de Chile que contenían niveles elevados de arsénico en el cabello y en los órganos internos.

En el estudio referido, los investigadores examinaron los genes de indios atacameños de San Antonio de los Cobres, Argentina, que llevaban viviendo en el lugar durante muchas generaciones. Compararon sus genes con los de distintos grupos indígenas y mestizos de Perú y con grupos indígenas de Colombia y México.

Adaptación sensible al contexto

Según los investigadores, más del 66 % de los individuos argentinos estudiados portaban una variante genética que acelera el metabolismo del arsénico, frente al 50 % de los individuos peruanos y apenas el 14 % de los individuos pertenecientes a otros grupos indígenas.

“Se observó que las personas que viven en las regiones montañosas de Argentina metabolizaban el arsénico de una forma inusualmente eficiente”, afirma la profesora Broberg, especialista en medicina del trabajo y medioambiental. “Esto significa que la toxina abandona el organismo de forma más rápida y menos tóxica en lugar de acumularse en el tejido”.

La revista ScienceOmega publica que los resultados de este estudio demuestran que la evolución sigue teniendo importancia en la humanidad moderna.

En esta misma revista, Broberg afirma que el hecho de que la población analizada haya llegado a metabolizar de manera más efectiva este tóxico supone, además, que la adaptación (biológica) es sensible al contexto.

En cuanto a la evolución en marcha del ser humano, las conclusiones de este estudio coinciden en parte con las alcanzadas por una investigación realizada con los registros de 6.000 personas finlandesas nacidas entre 1760 y 1849, en la que se determinó que la selección natural sigue teniendo lugar en nuestra especie y que por lo tanto la humanidad continúa evolucionando, al igual que las demás especies.

La molécula de la moral

Un nuevo libro afirma que la oxitocina, un neurotransmisor, influye directamente en el comportamiento de las personas y explica por qué algunos son generosos y otros, crueles.

 Si el nivel de oxitocina es alto las personas tienden a ser más compasivas y amigables

Determinar si el hombre es bueno o malo por naturaleza es uno de los temas más polémicos y debatidos de la historia de la humanidad. Cualquiera pensaría que los seres humanos son potencialmente buenos y malos y que su modo de actuar depende del contexto en el que se desenvuelven. Aunque el tema ha sido dominado por teólogos y filósofos, desde hace una década la neurociencia lo ha investigado a fondo y, según estudios recientes, la respuesta a este interrogante podría estar en una molécula neurotransmisora llamada oxitocina.
Hasta hace algunos años se creía que la oxitocina era una hormona producida únicamente por las mujeres cuando daban a luz y alimentaban a sus bebés con leche materna. Tiempo después fue descrita como la 'hormona del amor', pues tanto los hombres como las mujeres la secretan en abundancia cuando tienen relaciones sexuales y, al parecer, está directamente relacionada con la creación de vínculos afectivos entre las personas. Sin embargo, Paul J. Zak, director del Centro de Estudios de Neuroeconomía de la Claremont Graduate

University y autor del libro The Moral Molecule: The Science of Prosperity and Love, fue mucho más allá, hasta las fronteras de la filosofía.

Debido a que los niveles elevados de oxitocina en la sangre hacen más propensas a las personas a confiar en los demás y a ser más generosas, esta molécula juega un papel esencial en las relaciones humanas y en la conducta. Según el autor, la oxitocina "crea lazos de confianza no solo en las relaciones interpersonales sino en los negocios, en la política y la sociedad en general", como dijo a SEMANA. De allí surge su teoría de que ese neurotransmisor es la "molécula de la moral".

Por lo general, cuando la sociedad juzga y valora las acciones de cada individuo se habla de que son morales o inmorales. En otras palabras, se dice que son buenas o malas. Pero medir la moral en su conjunto es algo sumamente complejo. Por eso, Zak partió de una sola virtud para comprobar su teoría. El autor estudió la confianza para evaluar cómo se cultivan las relaciones interpersonales y también para ver qué tanta influencia tiene la oxitocina en la creación de dicho vínculo.

Zak utilizó el dinero como un elemento simbólico para calcular el nivel de confianza que podía generar una persona. En una serie experimentos, a los que el autor llamó juegos de confianza, se puso a prueba a un grupo de voluntarios totalmente extraños entre sí. Cada uno estaba sentado en un cubículo y no podía ver la cara de los demás. La mitad del grupo recibió diez dólares por individuo, y cada uno de los receptores debía decidir si compartir algo, una parte o el total del mismo con una pareja anónima de la segunda mitad, quienes en cualquier caso recibirían el triple. A su vez, los beneficiarios debían devolverle algo de su ganancia a los primeros.

Los resultados fueron contundentes. El 90 por ciento de los integrantes de la primera mitad le dio algo de esa ganancia a sus parejas anónimas y el 95 por ciento de éstas le retribuyó algo a su donante. Solamente el 5 por ciento no quiso dar nada a su compañero. "Solo la decisión de compartir con un desconocido hace que el cerebro del receptor libere oxitocina y este desee devolverle el favor", afirma el autor. Zak tomó muestras de sangre de los participantes y pudo evidenciar que mientras más dinero recibía cada persona, más oxitocina generaba su cerebro y, en consecuencia, devolvía una suma generosa.

Según las investigaciones que el autor realizó con algunos colegas en Zúrich, la producción de esta hormona aumenta la generosidad de las personas en transacciones de dinero unilaterales en un 80 por ciento y en donaciones humanitarias en un 50 por ciento. En el experimento realizado, "cada vez que aumentaba el nivel de oxitocina, las personas abrían sus billeteras y compartían su dinero con extraños", le contó el investigador a SEMANA.

Según Zak, el cerebro es muy sensible al entorno social en el que cada persona vive y la oxitocina es como un termostato que enciende y apaga sus conductas morales. Cuando el cerebro o la sangre la producen, la gente genera más empatía con sus semejantes, es decir que desarrollan una mejor conexión a nivel emocional. De lo contrario, tienen actitudes más egoístas y agresivas. Por eso, mientras más oxitocina produzcan, mayor será su nivel de confianza.

De hecho, el autor afirma que la confianza es un indicador muy importante para explicar por qué unos países son más pobres que otros. Sus investigaciones señalan que los habitantes de las naciones más prósperas tienen más confianza entre sí, "mientras que los países pobres tienen niveles muy bajos" dijo Zak a esta revista. Esto concuerda con la visión del economista inglés Adam Smith, que en su libro The Theory of Moral Sentiments señala que la moralidad subyace a los intercambios económicos y que la prosperidad hace que las sociedades sean más ejemplares.

Sin embargo, lo anterior no significa que la oxitocina haga a las personas más buenas y generosas. Zak señala que esta molécula funciona como un giroscopio, es decir, que ayuda al individuo a mantener un equilibro para no ser ni muy confiado ni demasiado prudente. Hay varios factores que pueden inhibir la producción de esta hormona y hacer que la gente sea brusca y egoísta.

Uno de ellos es la testosterona, una hormona que actúa de forma inversa a la oxitocina, pues no está relacionada con la compasión y la generosidad sino con el castigo. Los hombres producen diez veces más testosterona que las mujeres, por eso en la mayoría de casos son más fuertes al juzgar actos inmorales, señala Zak. "Esto significa que el ser humano tiene el ying y yang de la moralidad en su cuerpo. Por un lado está la oxitocina, que lo conecta y le hace sentir empatía, y en el otro está la testosterona, que lo hace ser castigador e implacable", le dijo a SEMANA. Por otra parte, tener buena nutrición es fundamental y lo ideal es evitar situaciones de estrés para poder liberar más oxitocina.

Pero si esta molécula es clave para determinar si una persona es más honesta y ayuda a que la sociedad sea menos inmoral, ¿cómo puede aumentarse el nivel de oxitocina? Zak afirma que existen muchas formas y que, como en el amor, es un ejercicio de dar y recibir. "Nadie puede inducir al cerebro a liberar oxitocina de la nada. Solo se puede lograr al compartir con los demás", señala el autor. De esa forma, si las personas realizan actividades cotidianas como cantar, bailar, orar, compartir una comida, ir a cine o interactuar con sus amistades en redes sociales, pueden aumentar el nivel de dicha hormona.

En el caso de las relaciones más íntimas no está de más abrazar y besar frecuentemente a los seres queridos, así como de vez en cuando darles un regalo sorpresa. Como concluye Zak, "mientras más niveles de oxitocina haya en el cuerpo, las personas se sentirán más satisfechas y la sociedad será menos violenta".

martes, 6 de noviembre de 2012

El precio injusto Trucos matemáticos de las tiendas

Cuando recorremos los pasillos de un supermercado, o entramos en una tienda de marca, o simplemente leemos el menú de un restaurante, no siempre sabemos interpretar realmente lo que estamos viendo. Especialmente cuando se trata de números. Padecemos una serie de defectos de comprensión matemática que no dependen de cada persona concreta, sino que nos afectan a todos. Son fallos de comprensión que están en la estructura misma del cerebro humano. Y gracias a ellos existen pequeños trucos que pueden inducirnos a comprar un producto creyendo que estamos realizando un gran ahorro, cuando realmente no es así.

Somos malos comparando precios

En efecto: somos retrasados matemáticos. Así como la evolución ha sintonizado nuestra percepción y nuestros sentidos para que podamos diferenciar con facilidad y precisión millones de tonos de color y sutiles matices de sabor y olor, nuestra percepción intuitiva de cantidades, números y relaciones entre magnitudes deja mucho que desear.
El cerebro fracasa de modo sistemático en muchas tareas de comparación cuando se trata de cifras y magnitudes. Veamos una demostración basada en experiencias habituales. Te encuentras ante dos ofertas de detergente. Una te ofrece un descuento del 33% en el paquete habitual. La otra te cobra lo mismo, pero añade un 33% de producto extra. ¿Cuál te conviene más? Rápido, decide, que se pasa el plazo...
La mayoría de las personas responde que las dos ofertas son equivalentes: que un 33% menos de precio equivale a un porcentaje idéntico superior de detergente en el paquete. Pero no es así: un 33% de precio equivale a un 50% de producto. Imaginemos que el paquete es de kilo, y el precio 5 euros. El precio sin oferta es así de 5 euros/kilo. Un 33% del precio serían 1,7 euros, así que la rebaja dejaría el precio en 3,3 euros/kilo. Un aumento del 33% de producto supondría pagar 5 euros por 1,333 kilos de detergente, lo que supone un precio de 3,75 euros/kilo. A primera vista las dos ofertas nos parecen similares, pero la rebaja del 33 por ciento del precio nos conviene más a nosotros y menos al comerciante.
Por eso, los pasillos de tu supermercado están repletos de ofertas del tipo “20% más de producto gratis”. Los vendedores se aprovechan de nuestra confusión. Y no es el único defecto de percepción matemática del que hacen uso los comerciantes. Porque la verdad es que no tenemos ni idea de lo que valen las cosas. Podemos memorizar precios, y hay gente capaz de recordar con detalle de céntimos de euro cuánto cuesta un vestido, una moto, una joya y una botella de raro licor. Pero si conocer precios de venta al público es sencillo, estimar cuánto debe valer un objeto es muy difícil.

Víctimas del número nueve.

Cuando se le pide a la gente que estime cuál debería ser el precio justo de algún producto (un vaso, una prenda de ropa, un mueble, un libro), las cifras varían enormemente. Porque, ¿cuánto cuesta fabricar una silla? ¿Cuál es el precio del papel y la tinta de un libro? ¿A cuánto se vende un ovillo de lana? Desconocemos cuánto cuestan las cosas, de modo que ante un producto acabado, el cerebro tiene pocos datos con los que calcular. Y ahí es donde entra el “anclado” (anchoring, en inglés), un sistema muy utilizado para manipular nuestras perspectivas comerciales.
Lo que hace el cerebro para estimar el valor o precio de un producto es comparar. ¿Y con qué compara? Pues con otro producto que esté cerca, o relacionado; un precio inicial que se convierte en el “ancla” de nuestra percepción de valor. No sabemos lo que cuesta ese jersey, pero al entrar en la tienda hemos visto una chaqueta que costaba 300 euros, y eso ha “anclado” nuestra percepción del precio. Ahora, los 50 euros del jersey parecen baratos, porque estamos comparando con los 300 de la chaqueta. Por eso, en muchas tiendas de lujo lo primero que nos encontramos son productos escandalosamente caros: un bolso de 8.000 euros, un traje de 2.500, una cámara digital de 6.000. En comparación con esta “ancla”, luego la pulsera de 300, la chalina de 250 y el teléfono móvil de 600 parecen tener un precio ridículo. Esta es la razón de que algunos restaurantes ofrezcan hamburguesas de 100 euros, o perritos calientes de 60. A su lado, un solomillo por “solo” 40 euros nos parece una ganga. Para aumentar las ventas de un producto no hay nada como poner al lado una versión de lujo y carísima de ese mismo objeto: de pronto, un precio que sin contexto nos habría escandalizado nos parece mucho más atractivo. Y el comerciante ha vuelto a jugar con nuestra percepción en su beneficio.
Incluso la primera cifra de un precio actúa como “ancla”. Por eso hay tantos precios acabados en 9. Porque 29,99 para nuestra mente no es “prácticamente 30”, sino “veinte y pico”: casi 10 euros de diferencia en un solo céntimo. La comparación y el “ancla” se hacen desde esa primera cifra. Y las estanterías y etiquetas acaban repletas de precios que están a uno o cinco céntimos de la siguiente decena, para aprovechar esta debilidad. Este truco de evocarnos la decena inferior con precios acabados en 9 se ha empleado tanto que hemos acabado por considerar casi mágica esta cifra. En la mente del consumidor dicho número significa rebajas, precios ajustados, el intento del vendedor por recortar el precio lo más posible. Y así, el 9 se ha transformado en una especie de código secreto, una manera de comunicar al posible cliente que uno conoce y respeta sus tendencias ahorrativas; una señal de precio mínimo. Por eso es el “9” la cifra más repetida, con mucha diferencia, en los precios de venta al público.
La comparación es nuestra forma básica de establecer precios. Por lo cual, y de modo natural, tendemos a aborrecer los extremos. A la hora de estimar precios procuramos triangular, buscar la media entre el más caro y el más barato en oferta. Como en muchas otras cosas, buscamos el “dorado punto medio” de los filósofos griegos. Claro, que eso permite de nuevo al comerciante avispado jugar con nuestra percepción alterando los términos de la comparación. Un ejemplo: modificando el plato más caro o más barato de un menú se puede conseguir atraer la atención del comensal hacia el plato que resulte más rentable al restaurante.

El olor de la injusticia.

Este truco resulta particularmente eficaz cuando en la compra existe un componente social, cuando se hace delante de testigos: porque nadie quiere parecer avaro delante de sus amigos. ¿Sabes cuál es el vino en una carta de restaurante que deja el mayor beneficio al patrón? El segundo más barato, que es sistemáticamente el que más se consume: nadie pide el más barato. El precio puede “templarse” con facilidad incluyendo en la carta de vinos un Vega Sicilia de 500 euros: los 20 euros del riojita decente que está en segundo lugar parecerán, así, un precio razonable y prudente. Y el restaurador, que es quien pone los precios en el menú, sonríe para sí.
Todas estas manipulaciones matemáticas son posibles porque nuestro cerebro estima mal las cantidades, pero sobre todo porque tenemos programado un sentido innato de la justicia. En el más literal de los sentidos, las injusticias nos huelen mal, sobre todo cuando se cometen a nuestra costa. En experimentos que analizan las áreas cerebrales que se activan durante un proceso de compra o análisis de precios, aparecen sorpresas. Cuando pensamos que nos están engañando, se dispara la ínsula, la región del cerebro que reacciona ante los malos olores, las cosas desagradables y el dolor. Al cerebro no le gusta sentirse tratado injustamente. Cuando detecta injusticia, se duele. Y al revés: cuando alguien nos ofrece lo que parece un trato ventajoso, se activan las áreas cerebrales relacionadas con el placer. Una oferta muy favorable nos sube el ánimo porque dentro de nuestra cabeza se disparan los mismos circuitos que se activan al comer chocolate y al  recibir una caricia.
Lo malo es que al cerebro se le puede engañar. Nuestras debilidades matemáticas hacen posible activar la sensación placentera (y bloquear el “hedor mental” del precio demasiado alto) incluso cuando la oferta no es tan buena como podría parecer. Si a los defectos de nuestra percepción de cantidades les añadimos, además, nuestra conocida debilidad por las buenas historias, la combinación puede resultar irresistible. Así que la próxima vez que veas un programa de la teletienda, trata de analizar cuántas de las técnicas de manipulación matemática que hemos reseñado están presentes en el discurso de los presentadores.

El secreto (y esencial) rol de las abuelas en la evolución humana


por Jennifer Abate

Muchas veces las pasamos por alto, pero sin ellas, la historia de la evolución humana no hubiera sido la misma. Una nueva teoría señala que las abuelas fueron las que modelaron, hace miles de años, nuestras habilidades sociales y nuestra longevidad.
CASI todos los hijos llegan alguna vez a la misma frase: “sin el apoyo de mis papás, no sería lo que soy”. Cierto. En la mayoría de los casos. Pero, según nuevos estudios, ya es hora de modificar la frase y extender ese agradecimiento también a nuestras abuelas.
Una investigación publicada la semana pasada en el prestigioso Proceedings of the Royal Society B asegura que en el momento en que las mujeres comenzaron a preocuparse por el cuidado de los hijos de su hijos (o hijas), la evolución humana vivió un revolucionario giro, tanto en lo genético como en lo social.
La idea no es nueva para la autora principal de esta investigación, la antropóloga de la Universidad de Utah, Kristen Hawkes. Ya en 1997, la experta había propuesto la “hipótesis de las abuelas”, una teoría que explicaba la aparición de la menopausia y el cese de los embarazos en mujeres a las que aún les quedaban varias décadas de vida saludable, en general, sin complicaciones. La tesis de Hawkes era, precisamente, que esto ocurría para que esas mujeres no tuvieran que cuidar de sus propios hijos y pudieran convertirse en abuelas. “Lo que nos entregó una completa red de capacidades sociales que son la base de la evolución de rasgos distintivamente humanos, como el apego hacia los pares, los cerebros más grandes, el aprendizaje de nuevas habilidades y nuestra tendencia a la cooperación”, dice la investigadora.
Durante décadas, Hawkes buscó un sustento científico más sólido para su teoría. Recurrió a las matemáticas y se unió al biólogo matemático de la Universidad de Sydney, Peter Kim, y al antropólogo James Coxworth, del plantel de Utah, para trabajar en una simulación computarizada que diera con hallazgos más certeros sobre la “hipótesis de las abuelas”.
La labor fue la siguiente: el equipo simuló qué ocurriría a lo largo de la vida de una especie hipotética de primates (creada sólo para esta simulación) si introducía artificialmente elementos que no le eran propios, como la predisposición a la longevidad. Esta les permitiría a las hembras vivir mucho más allá de los años dedicados a la crianza de sus hijos y las posibilitaría para cumplir el rol de abuelas en la estructura social.
En la vida real, las hembras primates viven entre 25 y 45 años y rara vez sobreviven mucho tiempo después de cumplida la crianza de sus hijos. Ese mismo patrón replicaron los científicos en la especie hipotética, pero introdujeron una variable: le dieron al 1% de la población femenina la predisposición genética para desarrollar una longevidad parecida a la de los seres humanos.
El resultado fue decidor: tras sólo 60 mil años, toda la especie modelada computarizadamente había adquirido una longevidad parecida a la humana, cercana a los 60 o 70 años, y 43% de las hembras adultas había evolucionado para convertirse en abuelas.
La razón de este cambio en la longevidad tiene que ver con el cuidado extra que las hembras sin hijos pueden darles a los de otras mujeres. Esto es particularmente significativo en nuestra especie. Los recién nacidos humanos no tienen la capacidad de alimentarse ni de cuidar de sí mismos durante un largo período de tiempo, lo que aumenta su vulnerabilidad cuando aparece otro hijo, al que la madre debe dedicar tiempo y recursos. Ahí emerge el rol crucial de las abuelas que, con experiencia, mayor tiempo y recursos libres, pueden actuar como cuidadoras de los hijos de sus hijas, lo que favorece la supervivencia de los más jóvenes y les da la seguridad de vivir más años. Pero, en el largo plazo, tiene también otras consecuencias: ya que los niños, en promedio, viven más gracias al cuidado de las abuelas, con el correr de los siglos son capaces de traspasar los genes ligados a la longevidad a las siguientes generaciones, lo que acaba en el establecimiento de la longevidad humana y su constante aumento.
No es todo. Según esta teoría, las abuelas también habrían participado protagónicamente en el desarrollo de una de las principales características de los seres humanos: su capacidad de generar relaciones sociales. “Las abuelas crean ambientes de crianza diferentes a los de la maternidad. Cuando las madres tienen otro bebé pronto, los niños no pueden contar con la atención focalizada de sus madres y deben comprometer activamente a sus cuidadoras”, dice Hawkes a Tendencias.
La necesidad de llamar la atención para recibir cuidado y protección nos llevó a desarrollar mecanismos adaptativos que nos permitieran relacionarnos tempranamente con otros adultos. Una mayor habilidad social atraería mayor atención y ésta aseguraría una mayor supervivencia, rasgo que ha sido privilegiado por la evolución y perfeccionado a lo largo de las generaciones.
Como se sabe, las consecuencias de la sociabilidad de los seres humanos revolucionaron la vida en la Tierra hace cerca de 60 mil años, cuando los homínidos comenzaron a vivir en comunidad y fueron capaces de compartir con otros grupos su conocimiento y manejo de nuevas tecnologías. El resto es historia. Todo gracias a las abuelas.

¿Qué tan diferentes son él y ella?

¿Es verdad que las mujeres hablan más de sentimientos? ¿Escuchan los chicos lo que dicen las chicas? ¿Dicen los hombres más tacos y cuentan más chistes? Te contamos qué tienen de cierto siete tópicos sobre las dificultades en la comunicación entre hombres y mujeres.

Ellas, más íntimas. Los estudios científicos muestran que las mujeres hablan más de sentimientos y personas, mientras que los hombres centran sus conversaciones en objetos y actividades.

Más tartamudos. La tartamudez, que algunos expertos vinculan a un exceso de dopamina en el cerebro, afecta cuatro veces más a los hombres que a las mujeres.

Tacos e insultos. Según un estudio hecho en América, el 72 por ciento de los hombres dice más groserías, frente a un 58 por ciento de mujeres. Pero si se les insulta, ellas responden con la lengua más afilada.

Chicos chistosos. Ellos cuentan más chistes, sobre todo en grupos grandes. Las mujeres evitan las bromas en presencia masculina y prefieren hacer chistes en un pequeño comité de dos o tres amigas.

"Sí o sí". Según han comprobado, cuando las mujeres dicen ?sí? suele significar ?te estoy escuchando?, mientras que los hombres tienden a decirlo solo cuando están de acuerdo.

Fuera tabúes. Un estudio de la Universidad de Pensilvania revela que, a pesar de lo que solemos pensar, las mujeres jóvenes (18-25 años) suelen hablar de sexo con sus amigas íntimas con más frecuencia que los hombres de esa misma edad.

Los hombres no escuchan. Debido a la forma de la laringe y las cuerdas vocales femeninas, la voz de la mujer es más compleja y melódica que la masculina. Por eso, según Michael Hunter, de la Universidad de Sheffield, cuando los hombres oyen a las mujeres se activan áreas del cerebro que procesan la entonación emocional y la musicalidad, lo que les distrae del contenido del mensaje.