Ya estoy otra vez hablando conmigo mismo. Haga lo que haga, las
palabras se amontonan en mi cabeza en un diálogo incesante. Medir el
contenido de la mente es difícil, pero parece que
hasta 80% de
nuestras experiencias mentales son verbales. Nuestro cerebro se pasa la
mayor parte del tiempo hablando, y nuestro monólogo interior podría
exceder en mucho al número de palabras que decimos en voz alta.
“El 70% de las experiencias verbales se queda en la mente”, estima Lera
Boroditsky, de la Universidad de Stanford en California.
Dónde se forma
¿Cómo se produce la voz interior que lee en tu cabeza? ¿Cómo
identificas una palabra escrita, la dotas de significado y sale de tu
boca convertida en un sonido reconocible?
Desde que ves escrita la palabra “METEORITO”
hasta que la has pronunciado han transcurrido, según han descubierto en la Universidad de California,
450 milisegundos.
Pero, ¿qué sucede en ese tiempo? Ned Sahin cronometró al “duende
lector”, como llama al entramado de neuronas que se ocupa de identificar
y pronunciar la palabra escrita. Sus mediciones muestran que el
área de Broca hace más de lo que creían los científicos, incluyendo la ejecución de todas las medidas que van de la lectura al habla.
Para empezar, se produce el reconocimiento de la palabra en 200
milisegundos. Luego, solo hacen falta 120 milisegundos más para
interpretarla como verbo o sustantivo. Solo 450 milisegundos después de
la primera vez que la leíste, tu cerebro está listo para articularla en
silencio. El estudio disipa la teoría hasta ahora aceptada de que el
área de Broca sólo estaba implicada en el habla, mientras que otra
región del cerebro, el área de Wernicke, se ocupaba de la lectura y el
oídoo. Broca puede con todo.
Para qué sirve
El ingente volumen de palabras sin vocalizar podría sugerir que el
lenguaje es más que un mero utensilio para comunicarse con otros. Pero,
¿para qué otra cosa podría servir? Gary Lupyan, de la Universidad de
Wisconsin en Madison, lleva años intentando averiguarlo. En uno de sus
estudios, pidió a 44 adultos que observasen una serie de imágenes de
extraterrestres imaginarios.
Si la criatura era amistosa u hostil venía determinado por varias
características sutiles, aunque a los participantes no se les decía
cuáles eran. Tenían que suponer quién era amigo y quién enemigo, y
después de cada respuesta se les decía si tenían razón o estaban
equivocados. A un cuarto de los participantes se les comentaba por
anticipado que los alienígenas amistosos se llamaban “leebish” y los
hostiles “grecious”, mientras que a otro cuarto se le decía justo lo
contrario. Para el resto, no tenían nombre.
Lupyan halló que los participantes a quienes se les habían dado nombres
para los alienígenas, es decir, aquellos que tenían una “etiqueta” que
su voz interior podía utilizar para clasificar, detectaban a los
predadores más rápidamente, y alcanzaban 80% de exactitud en menos de la
mitad del tiempo que les llevaba a aquellos a quienes no se les había
facilitado ningún nombre.
Al final del test, los que sabían el nombre podían categorizar 88% de
estos seres, comparado con solo 80% que alcanzaba el resto. Por lo
tanto, Lupyan concluyó que
nombrar las cosas nos ayuda a clasificarlas y a memorizarlas.
Estudios de finales de la década de 1990 indican que los niños desarrollan
más capacidad para agrupar objetos en categorías
(por ejemplo, animales frente a coches) si ya han aprendido a
nombrarlas. Y una investigación publicada en 2005 por Dedre Gentner, de
la Northwestern University en Evanston, Illinois, sugirió que el
razonamiento espacial de los niños mejora
si se les recuerdan palabras como “arriba”, “en medio” y “abajo”.
Mientras, otros estudios han descrito cómo las personas que perdían la
capacidad del lenguaje tras un ictus tenían que esforzarse en tareas
como agrupar y categorizar objetos.
Estos hallazgos sugieren que el lenguaje aporta beneficios a los niños
más allá de la comunicación. Pero, ¿también se verifica en adultos
sanos? En otro experimento, Lupyan pidió a un grupo de gente que
observase mobiliario de un catálogo de una tienda de muebles. Se les
ordenaba que pusieran una etiqueta al objeto (si era una silla, una
lámpara, etc.); luego, tenían que decir si les gustaba o no. Lupyan
descubrió que cuando les pedía poner etiquetas, los voluntarios eran
posteriormente menos propensos a acordarse de los detalles específicos
de los productos, como por ejemplo, si una silla tenía o no brazos. Eso
se debe, según el experto, a que
poner etiquetas ayuda a nuestra
mente a construir un prototipo típico del objeto dentro del grupo, a
expensas de las características individuales.
Esto puede que no sea tan inútil como parece. “La memoria es muy
categórica porque a menudo no tenemos que recordar los detalles
específicos”, añade.
Leer y ver una calabaza
Según el investigador,
las palabras que dices, piensas y escuchas tienen un impacto sumamente real sobre tu modo de ver las cosas.
Gabriella Vigliocco, del University College de Londres, ha descubierto
que escuchar verbos asociados con el movimiento vertical (como saltar,
elevarse...) afecta a la sensibilidad del ojo hacia ese movimiento.
Mostró a varios voluntarios una pantalla que consistía en 1,000 puntos,
cada uno de los cuales se movía vertical o aleatoriamente.
Vigliocco halló que los voluntarios eran más propensos a detectar la
dirección predominante del movimiento cuando oían un verbo que cuadraba
con ella (por ejemplo, “elevarse” cuando la mayoría de los puntos iban
en esa dirección). Y viceversa: eran menos propensos a detectar el
movimiento si el verbo describía la dirección opuesta, como “caer”, si
los puntos subían.
Este no es el único ejemplo de cómo el lenguaje ayuda a la percepción:
nos puede ayudar a identificar una imagen medio escondida. Lupyan y la
investigadora Emily Ward mostraron a los voluntarios una imagen de un
objeto, una calabaza, que podían ver con un ojo, mientras con el otro
veían una masa de garabatos, con la intención de enmascarar la
percepción del objeto. Algunos de los voluntarios oían al mismo tiempo
el nombre del objeto, otros oían el nombre de uno diferente y los demás
no oían nada.
Después de seis segundos, el objeto y la máscara desaparecían, y a los
voluntarios se les preguntaba qué habían visto. Los sujetos lo
identificaron 80% de las veces, pero escuchar el nombre del objeto subía
el porcentaje de éxitos a 85%. Por el contrario, quienes oían un nombre
incorrecto solo vieron la imagen oculta aproximadamente en 75% de los
casos.
Esto parece deberse a que
las palabras mejoran los sistemas
visuales de nuestro cerebro conjurando una imagen mental que nos vuelve
más sensibles a los estímulos cuando vemos un objeto. Este
fenómeno, en el que nuestros pensamientos y las sensaciones procedentes
de otros sentidos pueden alimentar el sistema visual y alterar lo que
contemplamos, se conoce como “
proceso descendente”.
Para averiguar si las palabras habladas son más evocadoras que los
estímulos no verbales, Lupyan inventó seis objetos y les dio a cada uno
un nombre ficticio y un sonido artificial. Una vez que sus sujetos de
estudio se hicieron familiares con los instrumentos, los nombres y los
sonidos, les puso una grabación con el nombre y su sonido,
y entonces hacía aparecer dos imágenes del mismo objeto en la pantalla: una boca abajo y otra normal.
La tarea era decir qué parte de la pantalla contenía el elemento en
posición correcta. Lupyan se figuró que si las palabras son más
evocadoras que los sonidos, entonces los sujetos deberían ser más
rápidos si oían el nombre del objeto, y eso es lo que sucedió.
Tras 10 minutos, el nombre ya afectaba a la forma en que los sujetos percibían”, explica.
Boroditsky ha descubierto que los ruso- parlantes, que tienen dos
palabras para los diferentes tonos de azul, son más rápidos a la hora de
distinguir esos dos matices que los angloparlantes.
Una unión verbal
Lupyan cree que nuestro soliloquio tiene un
efecto significativo sobre la cognición.
“No creo que necesitemos oír las palabras en alto o verlas escritas
para que tengan un impacto sobre nosotros”, explica. Dado que 80% de
nuestra vida parece ser verbal, es una afirmación muy importante.
Las palabras quizá ayudaron a nuestros ancestros a aprender qué
animales eran peligrosos, o cuáles eran los frutos venenosos y cuáles
nutritivos. Es imposible volver atrás en el tiempo y comprobar la
veracidad de esta idea, pero una emulación de la tarea de
cazador-recolector podría ser interesante.
Lupyan y Daniel Swingley, de la Universidad de Pensilvania en
Filadelfia, en Estados Unidos, pidieron a unos voluntarios que
encontraran cajas de Cheerios o botellas de Sprite escondidas en fotos
de un supermercado. A la mitad de los participantes se le pedía que se
repitieran el nombre del producto a sí mismos, lo que les ayudó a
encontrar sus objetivos con mucha más eficacia.
Parece que nuestra voz interior cambia la forma en que experimentamos
el mundo. “El lenguaje es un revestimiento que modifica cómo razonamos y
vemos”, dice Clark. Boroditsky cree que esto es tan relevante para
nosotros como lo fue para los primeros humanos: el lenguaje es la forma
en que el cerebro se centra en detalles esenciales. “Es como una guía
que se ha ido desarrollando antes en miles de personas, que han ido
imaginando lo que es importante para la supervivencia.