jueves, 16 de julio de 2009

La ciencia del estornudo



Estaba dando la vuelta a la esquina para llegar a la parada del autobús cuando me dio de lleno: un brillante rayo de sol justo entre los ojos. Mi reacción fue inmediata: un picor desagradable en la nariz, la respiración se me aceleró y comenzó el lagrimeo en los ojos. Entonces, casi tan deprisa como había venido la sensación, alivio, bendito alivio. ¡Aaachíiis! Un estornudo.

No era la primera ocasión. De hecho, me pasa lo mismo cada vez que salgo a pleno sol. Durante mucho tiempo pensé que era una simple manía. Pero entonces, un amigo mencionó que tenía una afección similar. Lo siguiente fue que mi madre confesó que a ella también le ocurría. Con solo indagar un poco a mi alrededor, llegué a una conclusión sorprendente: no solo no soy el único, sino que el “reflejo de estornudo fótico” es, de hecho, normal.

Cuánto de normal no se sabe, pero la cosa está en que entre uno de cada diez y uno de cada tres de nosotros estamos afectados. También he descubierto que el 35% de mis colegas de trabajo sufren estornudos fóticos. Por lo tanto decidí hacer un viaje al origen del estornudo

Pero a pesar de que todo el mundo lo hace, todavía no entendemos del todo cómo se las apaña el sistema nervioso para coordinar un estornudo normal. Y menos uno fótico.

El estornudo tiene su origen en el sistema nervioso parasimpático, esa parte de nuestro hardware que regula las actividades reflejas, desde la producción de lágrimas y saliva hasta el traslado de los desechos de la digestión a través del instestino y hasta el colon. Los nervios que coordinan el estornudo dentro de este sistema guardan relación con una parte del tronco encefálico que conocemos como médula oblonga.

Experimentos dirigidos por investigadores del Asahikawa Medical College de Japón en 1990 mostraron que era así en los gatos, y parece que también se verifica en humanos, ya que algunas personas con la médula dañada pierden la capacidad de estornudar.

Pero otras se buscan cualquier “excusa” con tal de acudir al pañuelo y escuchar un “¡Jesus!”: comer menta, beber vino, depilarse las cejas y el sexo son algunas de las causas más extrañas. Y existe el caso de un estudiante de medicina que, con precisión suiza, estornudaba cada mañana a las ocho y veinte.

El particular misterio de la luz solar como origen del estornudo tiene una larga historia. En el siglo IV a. C., Aristóteles preguntó por qué el calor del sol nos impulsaba a estornudar, mientras que el calor del fuego no lo hacía. Una respuesta parcial vino dos milenios después, cuanto el filósofo naturalista inglés Francis Bacon demostró que su estornudo fótico no tenía nada que ver con el calor: si cerraba los ojos cuando salía al sol, no estornudaba, aunque evidentemente el calor estaba ahí.

En 1964, Henry Everett, consultor psiquiátrico del Hopsital Universitario Johns Hopkins llevó a cabo un estudio de estornudo fótico para saber cuánto influía el factor genético. El 80% de los voluntarios aseguraron que entre sus familiares cercanos había otros con esta particularidad.
La correlación es demasiado significativa como para ignorarla, ya que sugiere que el estornudo fótico es una respuesta más heredada que adquirida por las condiciones ambientales. Estudios posteriores han corroborado que existe un gen dominante, de modo que alquien que tenga una sola copia puede estar afectado, lo que se conoce como herencia autosómica dominante.
Esto da a los científicos la oportunidad de renombrar esta afección como “ataque apremiante helio-oftálmico autosómico dominante” (autosomal-dominant compelling helio-ophthalmic outburst, abreviado como ACHOO por sus siglas en inglés).
Razones esquivas

Pero eso es solo la mitad de la respuesta. Ahora quería saber qué era exactamente lo que estaba haciendo este gen aberrante. ¿Cómo era posible que nos hiciera estornudar a mi madre y a mí al estimularnos los ojos, y no las narices?

Las pistas pueden mentir, pensé. Por otro lado, Everett sugirió que el estornudo fótico podría ser explicado por una conexión especial entre los nervios trigémino y óptico. Esto resulta tentador, porque podría estar detrás del misterioso fenómeno del cabeceo inducido por el sol que sufren los caballos. Más claves para descubrir el origen del estornudo.

Pero todavía había algo vagamente insatisfactorio en estas respuestas, ya que ninguna explica de una tacada todos esos tipos diferentes de estornudos. ¿Qué pasa con el estornudo orgásmico y con el de saciedad? La respuesta, según Mahmood Bhutta, del Hospital Wexham Park (Reino Unido), podría recaer en otra de las hipótesis de Everett: que la confusión se da en la forma en que la médula regula nuestras acciones reflejas.

Originalmente, Everett propuso esta idea para explicar solo el estornudo fótico, pero Bhutta piensa que podría explicar todas las condiciones extrañas del estornudo, ya que los desencadenantes implican estimulación de la respuesta de un nervio parasimpático controlado por la médula. Cuando la luz del sol nos llega a los ojos, las pupilas se contraen involuntariamente. Si llenamos el estómago, se liberan jugos gástricos. Son acciones reflejas del sistema parasimpático.

Todas estas respuestas nerviosas fluyen hacia y desde regiones de la médula cercanas a donde el centro del estornudo está localizado. Esto sugiere que, lejos de ser un sistema limpio de respuestas a estímulos individuales, nuestros reflejos en su base medular a menudo son una red enmarañada de cruces de líneas nerviosas. Aquí podría estar el origen que buscaba.
La respuesta nerviosa exagerada no implica un peligro para la supervivencia, siempre que los reflejos correctos también sean estimulados a la vez; por eso perviven en la evolución. ¿Será aquí donde yace el origen del estornudo? ¿Será una cuestión evolutiva?

Todo esto no es más que una hipótesis, no un hecho establecido, enfatiza Bhutta, y lo seguirá siendo hasta que no inventemos nuevos instrumentos para estudiar la actividad de vías nerviosas individuales en humanos vivos. Es una opinión de la que se hace eco Louis Ptácek, neurogenetista de la Universidad de California en San Francisco (EEUU). “La gente habla como si supiera qué diablos está pasando”, dice. “En realidad, no lo sabemos.”

Pero esto no hace que Ptácek esté menos interesado en el estornudo fótico. Existen paralelismos entre ciertas enfermedades y este tipo de reacciones. “Sabemos, por ejemplo, que algunas personas con epilepsia sufren un ataque si haces parpadear una luz estroboscópica delante de ellos”, dice Ptácek. Esto es una versión más generalizada de la respuesta sobreexagerada a un estímulo lumínico que tienen quienes padecen estornudo fótico.

El hecho de que esta reacción sea tan común y que resulte casi con toda seguridad un rasgo heredado podría ser una oportunidad única para entender esas confusiones neurológicas.

Ptácek cree que la conexión del estornudo fótico con la clase de enfermedades que él estudia, como la epilepsia, significa que hace falta un cambio de percepción. “A veces, para descubrir cosas que te hacen exclamar ‘¡caramba!’ en ciencia”, dice, “te tienes que dejar guiar por la nariz”.
Desde una habitación en penumbra, pensando sólo en el origen del estornudo pero no en sexo ni en comer chocolate, yo diría “¡salud!” a eso.

Ida



El 19 de mayo de 2009 todo el planeta conoció el exquisito fósil de Ida, un cachorro hembra de primate de hace 47 millones de años. La publicación de su estudio científico se hizo coincidir con una campaña publicitaria sin precedentes en el mundo de la paleontología. De repente, ya estaba hecho el documental, el sitio web interactivo y el libro, que se titula El eslabón. Pero, ¿es Ida el eslabón perdido?

Las exageraciones sobre Darwinius masillae (el nombre científico de Ida) provocaron desagrado, suspicacia y sarcasmo en muchos científicos. No era para menos: Ida, “la octava maravilla”; Ida, “el fósil que lo cambiará todo”; Ida, “el fósil que conecta al hombre con los demás mamíferos”; Ida, el hallazgo que “valida a Darwin”; Ida, “el eslabón perdido que finalmente se ha encontrado”… Tal y como se estaba describiendo el hallazgo, parecía como si la ciencia se hubiera quedado estancada en el siglo XIX.
El principio de la cadena

Los científicos de la época de Darwin arrastraban consigo un lastre filosófico, una rémora que aún hoy da coletazos: la Escala de la Naturaleza, también llamada Gran Cadena del Ser. Según esta noción, todos los seres del Universo pueden ordenarse formando una larga cadena en la que los eslabones más perfectos están cada vez más arriba. Entre los animales (dejamos aparte a los ángeles y a Dios), el hombre era el eslabón superior. Bajo el eslabón humano se sucedían, una por una, el resto de las especies.

El perro era un eslabón superior a la oveja, el águila estaba por encima de la paloma, los peces debajo de las aves, los insectos debajo de los peces… Pero Charles Darwin descubrió que los seres vivos no podían ordenarse científicamente en una cadena. Las relaciones entre ellos eran diferentes, más complejas. Eran relaciones de transformación y de parentesco. Los seres vivos formaban un inmenso árbol genealógico con ramificaciones y extinciones. Darwin halló pruebas variadas, y los científicos posteriores las multiplicaron. Desde hace un siglo, el parentesco en forma de arbusto se considera un hecho científico.
Sin embargo, la Gran Cadena del Ser permaneció mucho tiempo en la mente de los naturalistas, incluso cuando los descubrimientos de Darwin deberían haberla pulverizado. Resultaba psicológicamente muy difícil desembarazarse de aquella idea, tan agradable y cómoda. De modo que se hizo un pequeño reajuste y empezó a hablarse de “escala evolutiva” y “cadena evolutiva”. Las criaturas de arriba eran más perfectas que las de abajo porque… estaban más evolucionadas.

Nuestra especie, evidentemente, seguía ocupando el eslabón superior. Justo debajo estaban los simios, pero la distancia parecía demasiado grande; faltaba un eslabón: una criatura hipotética, evolutivamente in­ter­media entre hombre y mono: the missing link, el “enlace que falta”, o, como se conoció en nuestro idioma, “el eslabón perdido”. “El eslabón perdido no existe”, dice el biólogo y filósofo John Wilkins. “Lo que hay es un número indefinido de ramas perdidas. Para tener un eslabón perdido hay que visualizar la evolución como una cadena. Si hay un hueco en la cadena, entonces tenemos un eslabón perdido. Pero la evolución, al menos en el nivel de los animales y las plantas, es principalmente un árbol.”

Los científicos se ocupan de desentrañar los detalles del proceso, pero no necesitan un fósil espectacular para validar algo archicomprobado: que el hombre y el resto de los seres vivos estamos emparentados. Los paleontólogos descubren decenas de fósiles fascinantes todos los años, que, junto con los avances de la genómica y otras ramas científicas, ayudan a resolver, poco a poco, los orígenes de cada linaje y sus relaciones familiares.

Los investigadores y divulgadores más concienciados prefieren hablar de fósiles transicionales. El concepto es también distinto: un fósil transicional posee características que ilustran una transformación evolutiva interesante, como por ejemplo la que tuvo lugar durante la evolución de las aves a partir de pequeños dinosaurios carnívoros, o las serpientes a partir de reptiles de cuatro patas. Los paleontólogos rara vez afirman que un fósil transicional es un antepasado de algún ser vivo actual. Se estima que el 99% de las especies se han extinguido, y la probabilidad de dar con un ancestro real suele ser muy baja. Además, no habría forma de confirmar que realmente es un antepasado, y no un pariente cercano de este.

Volvamos a la famosa Ida: es un hallazgo excepcional por su gran antigüedad y su excelente estado de conservación; es un fósil transicional del que se extraerá información a raudales. Pero Ida no es “el eslabón perdido”. No encaja con el concepto de criatura intermedia entre hombre y mono. El hombre de Neanderthal era demasiado humano para obtener ese papel, y a Ida le pasa justo lo contrario: es demasiado primitiva. Otros seres, sin embargo, sí se corresponden a la perfección con la idea clásica de eslabón perdido. Nos referimos a los australopitecinos.

En los especímenes más completos, como Lucy y la niña de Dikika (Australopithecus afarensis), se comprueba que casi todos los rasgos de su esqueleto son, o bien simiescos (el tamaño cerebral, los dedos largos y curvados...), o bien bastante humanos (locomoción bípeda, pies incapaces de agarrar...), o bien “insultantemente” intermedios entre ambos (caninos y molares, la longitud de los brazos, la posición del agujero del cráneo...).

La evolución no necesita ser salvada por un fósil. No hay “cadena” evolutiva, sino arbusto. Y para colmo, hace tiempo que descubrimos a los australopitecinos. El eslabón perdido es solo una bonita leyenda.