David Le Breton
Belleza, delgadez, juventud, imagen. El cuerpo está en el centro de las
preocupaciones de una sociedad que, paradójicamente, está sentada en el
auto y en la oficina, frente a la computadora; de una sociedad que por
momentos actúa como si el cuerpo fuera "un accesorio prescindible". El
sociólogo y antropólogo francés David Le Breton ha estudiado esa
relación de "amor-odio" durante más de dos décadas desde su cátedra en
la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Estrasburgo, y la
ha plasmado en libros tales como Antropología del cuerpo y modernidad (1990), Adiós al cuerpo (1999), La sociología de cuerpo (2002) y El sabor del mundo
(2007), entre otros títulos traducidos al español. Ahora la profundiza
en Rostros, un ensayo de antropología que editaron en la Argentina Letra
Viva y el Instituto de la Máscara (ver recuadro), donde el académico
recibió a LN R durante su última visita a Buenos Aires. El
rostro "nos deja desnudos frente a la mirada de los otros", reflexiona
Le Breton; en la sociedad occidental "somos juzgados, reconocidos,
amados o detestados" a partir de la apariencia. Como contracara, dice,
Internet y las redes sociales plantean un universo de máscaras, donde
las emociones se simplifican como los rostros en "emoticones" y "caritas
felices", y las relaciones se deshumanizan.
-¿Qué nos dice sobre nuestra sociedad el papel que le asignamos al cuerpo? *Para mí, el cuerpo está en el centro de las preocupaciones de innumerables occidentales. En los últimos años se desarrolló un mercado del cuerpo que alimenta una preocupación por la apariencia, la juventud, la seducción, la belleza, la delgadez... Y también el cuerpo está en el centro de las preocupaciones en términos de salud, por las actividades físicas y deportivas que muchos de nuestros contemporáneos practican para mantenerse en forma. Creo que el cuerpo se convirtió en un elemento importante de nuestras preocupaciones, en la medida en que es cada vez menos utilizado en el desarrollo de la vida cotidiana y de la vida profesional. Yo he hablado del tema de la "humanidad sentada", es decir que, para muchos de nuestros contemporáneos, el cuerpo en la actualidad no sirve para nada. Muchos de nuestros contemporáneos están sentados durante todo el día en el auto y en la oficina, y en los edificios urbanos vemos el auge de las escaleras mecánicas, que hacen que la gente se detenga, no se mueva; como si el cuerpo ya no sirviera. En ese contexto de subutilización del cuerpo nace el sentimiento de no sentirse bien en el propio pellejo. Esa subutilización del cuerpo provoca una fatiga nerviosa.
-El auge de los cosméticos, las dietas, los ejercicios y las cirugías para modificar la imagen presuponen un culto al cuerpo. Sin embargo, usted señala el advenimiento de una era en la que el cuerpo es visto como un accesorio prescindible...
-Hay un culto ambivalente del cuerpo: por un lado hay un odio por el cuerpo y por el otro una pasión por el cuerpo. Lo que usted menciona como el culto del cuerpo es la voluntad de modelar el cuerpo, de "trabajarlo". El cuerpo que no fue "trabajado" no resulta un cuerpo interesante. La sociedad convirtió el cuerpo en un accesorio, una suerte de materia prima con la que podemos construir un personaje. Por medio del fisicoculturismo, de las dietas, nos volvemos en cierto modo ingenieros de nuestro propio cuerpo. La gente que no trabaja su cuerpo es señalada como aquella que se deja estar, y es excluida. Tienen mala reputación. Como si fueran personas moralmente cuestionables porque no juegan el juego del marketing, de los cosméticos...
-Si el cuerpo es un accesorio, ¿a quién pertenece? ¿Cuál es entonces el verdadero ser?
-No hay una verdad sobre el ser, no hay una verdadera persona, sino innumerables versiones de la misma persona. Lo que nos transforma son los contextos, que fabrican lo que somos. Hay en nosotros miles y miles de personajes posibles que quizá no conoceremos nunca, porque sólo determinadas circunstancias podrían hacerlos aparecer. Somos una presencia humana. Para mí no existe el espíritu por un lado y el cuerpo por otro. La condición humana es una condición corporal. Hay una inteligencia del cuerpo así como hay una corporalidad del pensamiento.
-¿El rostro sería la máxima expresión de esto que nos pasa con el cuerpo? ¿Lo odiamos más porque se ve más?
-Los únicos lugares desnudos del cuerpo son las manos y el rostro. A partir de nuestro rostro somos juzgados, reconocidos, amados, detestados. Por nuestro rostro se nos asigna un sexo, una edad, se nos juzga como bellos o feos. El rostro es un lugar de alta vulnerabilidad en el vínculo social, porque nos deja desnudos frente a la mirada de los otros. Lo que detestamos sobre todo es el rostro de la vejez, el rostro de la enfermedad, el rostro de la desfiguración. Yo creo que ahí tenemos que librar batalla, para subrayar el hecho de que la dignidad y la equidad de los hombres y las mujeres es también la dignidad del rostro, ya sea el rostro de un niño o el de un anciano. Usted tiene razón cuando dice que a veces el rostro es el lugar del odio y, de manera particular, lo es del racismo. Podríamos calificar al racismo como la liquidación del rostro. Para el racista hay tipos, razas, etnias. Se habla de portación de rostro, la cara pasa a ser una prueba de culpabilidad. Para el racista, el otro no existe en su singularidad. Todos son iguales, según la típica expresión del racista.
-Detestamos en los otros esa uniformidad desde el racismo, y sin embargo nos uniformamos con cirugías estéticas, medidas, dietas...
-Sí, sobre todo en el caso de las mujeres. Es la cuestión de la tiranía de la apariencia, que se da con mucha más frecuencia en los Estados Unidos y aquí, en América latina, donde la mujer sólo vale por lo que es su cuerpo, está asignada a su cuerpo. El hombre rara vez es juzgado por su cuerpo, si bien el mercado se está ampliando para alcanzarlo en determinados cuidados estéticos. No obstante, la proporción aún es mayor entre las mujeres, que sobre todo en sociedades cultural y económicamente más pobres sólo ven la salvación a través de sus cuerpo, ven su cuerpo como el único medio para un ascenso social. Una estudiante colombiana que hizo su tesis conmigo trabajó sobre las cirugías estéticas en mujeres colombianas cuyo sueño era convertirse en amantes o esposas de los narcotraficantes, con la convicción de que para serlo debían tener una buena figura, pechos de determinada medida. Se operan buscando dinero y poder, aunque eso implique incluso prostituirse, para seguir operándose cuando lo obtienen. Sólo el cuerpo las puede salvar.
-Parece una paradoja que mientras llevamos una vida sedentaria en la que el cuerpo pareciera no importarnos, nos obsesionemos por la delgadez, la belleza y la juventud eterna... ¿O una cosa es consecuencia de la otra?
-Creo que esa preocupación por el cuerpo proviene del hecho de que nos sentimos cada vez menos dentro de nuestro cuerpo. El cuerpo plantea problemas y por eso no dejamos de hablar y de preocuparnos por él. Durante los años 60 y 70 no hablábamos del cuerpo, porque el cuerpo era una evidencia. Hoy nos plantea problemas; por eso tratamos de controlarlo y nos planteamos preguntas respecto de él. El mercado del cuerpo que floreció en los años 90 y 2000 multiplica esa obsesión por sentirse bien dentro del propio cuerpo: tener buenas medidas, el peso correcto, preocuparse por la salud, hacer footing. Las nuevas generaciones desarrollan actividades deportivas extremas, que son un síntoma del querer volver a encontrar la sensación de lo real. Las conductas de riesgo, el alcoholismo, los trastornos alimentarios como la anorexia y la bulimia, el exceso de velocidad en las rutas: todo es una búsqueda de la realidad, de encontrar límites físicos, de encontrar la sensación de lo real que nos está faltando.
-En ese sentido, pensando en esa necesidad de reencontrarse con lo real que se evidencia más en los jóvenes, ¿se puede vislumbrar un futuro positivo, de reencuentro con el cuerpo?
-Sí, hay una dimensión positiva y feliz de encuentro con el cuerpo. Un ejemplo es el auge del caminar. Yo escribí un libro que se llama Elogio de la caminata . Vemos en Europa y en los Estados Unidos cada vez más decenas de millones de personas que caminan, no desde el culto obsesivo del cuerpo, sino desde el reencuentro con el placer de existir. Es una manera de usar todos los recursos corporales, sensoriales: la persona que camina encuentra la plenitud del sentido de su existencia. Me gusta analizar la caminata como una forma de resistencia: es ponerse por encima de esa pesadez que concierne al cuerpo hoy.
-En El sabor del mundo , usted dice que "somos corporalmente", que no hay un vínculo con el mundo que no pase primero por los sentidos. Pensaba en el uso de Internet, y en cómo en cierto modo los sentidos tienden a desvanecerse en el mundo virtual, salvo por la vista, que se exalta... ¿eso tiene relación con la importancia que le damos a la imagen?
-Hay dos sentidos que se encuentran privilegiados en el mundo contemporáneo. Uno es la vista; estamos en una sociedad del look, de la imagen, del espectáculo; una sociedad donde todo tiene que estar a la vista, donde todo es visual. Otro sentido muy presente es el del oído: en particular por la importancia que ha cobrado la utilización permanente del teléfono celular, la importancia que aún tiene la televisión, la radio, pero también del ruido que nos rodea, del tránsito, de la ciudad. El tacto es un sentido olvidado en nuestras sociedades: en un principio no hay que tocar a los otros y cuando se hace es de una manera muy ritualizada.
-Con Internet, ni siquiera para el sexo el tacto es una condición necesaria...
-Claro, y la cibersexualidad es una prolongación de lo que pasa con la procreación asistida en laboratorios. Los niños se pueden producir sin intervención, sin sexualidad, sin cuerpo. Y hasta existe ese fantasma que se ha desarrollado en la mente de algunos científicos: que el cuerpo ya no es necesario para que se engendren chicos. Se podrían hacer chicos de una manera limpia, aséptica, sin cuerpos, sin mujeres. Estamos en un universo donde se plantea un cierto odio del cuerpo. Es un universo puritano, porque también está el odio del deseo. El universo de Internet es un universo autista.
-Internet ha incorporado en la vida cotidiana el uso de "emoticones", íconos que representan estados de ánimo a través de expresiones estereotipadas del rostro. Las "caritas felices", ¿no hablan de una simplificación de nuestra existencia, de relaciones más superficiales y menos comprometidas?
-Sí, porque en la medida en que el rostro vivo del otro ya no está presente, se lo transforma en figura en el sentido geométrico del término; es una suerte de simulacro que muestra una deshumanización. Y, al mismo tiempo, crece el simplismo en los intercambios que tienen lugar. Alguien que cuenta por Internet un chiste pone una cara sonriente como si el otro fuera tan estúpido que no pudiese reír solo.
-Las redes sociales, como Facebook o Twitter, en las que los internautas se relacionan a partir de un rostro y un nombre propio, ¿no representan un quiebre con respecto a lo que ocurría hasta hace unos años en Internet, cuando las relaciones virtuales se amparaban en el anonimato?
-Yo creo que Internet es el universo de la máscara, aun cuando esté presente una foto del rostro del otro, porque no es una presencia viva del otro. Y por eso podemos hacerle creer cualquier cosa. No sabemos bien a quién está representando esa foto. Se sabe que las nuevas generaciones suelen multiplicar sus seudónimos en las redes y en los sitios de chateo: van probando personajes para saber quiénes son. Se hacen pasar por mujeres, por gente mayor o más joven... Como dicen los norteamericanos, "en Internet nadie sabe que usted es un perro".
-¿Aun en las redes sociales con nombre y apellido? Porque en Facebook usted es David Le Breton, escribe con su nombre, con una cara, una foto que elige, pero que es suya...
-Pero, ¿es realmente mi foto o no lo es? Y finalmente, ¿soy yo? En Internet uno no es más que quien dice ser, uno se construye un personaje y es un relato que hace sobre sí mismo. Y eso tiene que ver con el universo de las máscaras. Hay una construcción ficticia del mundo. Cuando en Facebook una persona dice "tengo 300 amigos", eso basta para mostrar que hay un cierto ridículo allí, una degradación de la amistad, porque se clasifica como "amigos" a todos los que se inscribieron en su sitio, y por otra parte es gente a la que casi con seguridad no vamos a ver nunca.
-Hay fantasías, como las de la película Avatar , que juegan con la posibilidad de transmigrar de un cuerpo a otro para vivir otra vida. ¿Por qué eso nos fascina tanto?
-Creo que es una consecuencia de ese odio por el cuerpo. Es un odio absoluto, radical. El personaje de Avatar es un hombre discapacitado, pero cuando está en el universo virtual cumple proezas físicas extraordinarias. Lo que nos dice Avatar es que el cuerpo nos hace echar raíces sobre la muerte o sobre la enfermedad o la discapacidad. Habla de la fragilidad y de límites muy estrechos, mientras que en el universo de lo virtual no hay límites. En el universo de Avatar lo único que importa para nuestra esencia son aquellas informaciones que permanecen en nuestro cerebro: el cuerpo es percibido como algo molesto, como un obstáculo. Porque es el lugar del límite, del envejecimiento, de la fragilidad. Pero esa fragilidad, esa vulnerabilidad del cuerpo, el hecho de que el cuerpo nos limite, el hecho de que existan las enfermedades y la propia muerte, es la condición del sabor del mundo. El hecho de no ser inmortales nos hace vivir con fervor. Si perdemos nuestro cuerpo, está claro que perdemos toda la sensorialidad del mundo, todo el sabor del mundo... ¿Cuáles podrían ser las sensaciones del hombre virtual? Ninguna. Sería un universo de pura racionalidad, de un puritanismo absoluto; es el universo de la información. Y la información no tiene sabor, ni tacto, ni deseo, ni nada. Sería un universo sin humanidad.
Por Mercedes Funes mfunes@lanacion.com.ar