miércoles, 23 de julio de 2014

La complejidad

Dirigido por Charles H. Lineweaver, Paul C. W. Davis y Michael Ruse. Cambridge University Press; Cambridge, 2013.

Existe una idea muy extendida de que el universo en general, y la vida en particular, se van haciendo cada vez más complejos con el tiempo. Para admitir que el mundo físico es extraordinariamente complejo basta con mirar a nuestro alrededor. De las moléculas a los cúmulos galácticos, se observa una superposición de capas de estructuras y de procesos complejos. El éxito de la empresa científica a lo largo de los últimos 300 años parte en buena medida del supuesto de que, en el universo, más allá de la complejidad que reina en la superficie, existe una elegante simplicidad matemática. Desde hace unos años, favorecido por la disponibilidad de una computación rápida y poderosa, la ciencia ha buscado principios generales que gobiernen la complejidad. Se han abordado diferentes formas de complejidad, desde el apilamiento caótico de rocas hasta la organización exquisita de un ser vivo.
El progreso espectacular registrado en física de partículas o atómica se debe a que se deja de lado la complejidad de los materiales para centrarse en sus últimos componentes, bastante más sencillos. Los adelantos en cosmología dejan en buena medida de lado las complicaciones de la estructura galáctica y abordan el universo desde un enfoque simplificado. Las técnicas aplicadas a la física de partículas y a la cosmología no sirven para descubrir la naturaleza y el origen de la complejidad biológica, que parece emerger sin cesar. La evolución darwinista explica cómo apareció la complejidad biológica, pero no aporta ningún principio general de por qué surgió. La supervivencia del mejor adaptado no es necesariamente la supervivencia del más complejo. Los físicos se esfuerzan por alcanzar una definición unificada de complejidad, mientras que los biólogos y científicos de la complejidad describen su naturaleza.
Pero ¿qué es la complejidad? ¿Por qué aumenta? A este concepto interdisciplinar se han asociado otros: entropía, orden, información, computación, emergencia o energía libre. Pero no es fácil extender nociones que tienen un significado propio en una disciplina a otra. La energía libre posee un sentido propio en física y química, de difícil encaje en biología; dígase lo propio de la entropía, la información y la computación. Sobre los conceptos orden y emergencia reina una enorme confusión por su vaguedad. Incluso conceptos que creemos unívocos y asentados carecen de límites precisos. Tal el concepto de gen.
Decenios de análisis han desembocado en la creencia común de que el gen constituye una entidad perfectamente definida, que se expresa en una función nítida. En medios científicos, médicos sobre todo, se supone que se trata de una secuencia específica de información genética que, cuando se convierte en ARN mensajero, codifica una proteína. Solo habría que vincular enfermedades con sus genes subyacentes. Entre los genetistas, sin embargo, la noción de gen se ha tornado harto borrosa. Allí donde antaño se veían genes acotados e individualizados, que producían transcriptos de ARN, perciben ahora una masa caótica de ARN. Se pone en cuestión la vieja esperanza de la reducción de problemas biológicos complejos a una interpretación mecanicista del ADN. Ni siquiera se ponen de acuerdo los expertos en centrar en los genes la atención principal con sacrificio de otras partes del genoma, las proteínas o la interacción mutua en distintos tejidos.
Los cosmólogos sostienen que un segundo después de la gran explosión (big bang), hace 13.800 millones de años, el universo era una sopa uniforme de protones, neutrones, electrones y neutrinos, partículas subatómicas bañadas en una radiación uniforme. De la misma surgieron, andando el tiempo, múltiples niveles de complejidad que jalonaron la evolución del universo. A medida que el universo se enfriaba y expandía, la materia no solo se agregaba en estructuras, sino que empezó un proceso de diferenciación progresiva que continúa hasta hoy. El primer estadio fue la formación de helio (He) durante los tres primeros minutos, de modo que la composición química del material cosmológico constaba de hidrógeno (H) y He. Con la formación de las galaxias, unos 400 millones de años más tarde, nacieron las primeras estrellas y se añadieron elementos más pesados que el H y el He; y se diseminaron en las regiones interestelares por explosiones de supernova. Se liberó así el potencial para una variedad casi ilimitada de formas materiales sólidas, que iban de granos finísimos a los planetas.
Con la aparición de los planetas con superficies sólidas, el camino quedaba expedito para el enriquecimiento ulterior de formas materiales a través de cristalización y formación de sustancias amorfas. Las posibilidades fueron astronómicas. La historia de la materia es la historia de una complejidad creciente. Quedémonos en el humilde copo de nieve para comprobar que incluso una población de cristales de hielo puede combinarse en múltiples patrones de filigranas hexagonales, pues quizá no haya habido dos copos de nieve iguales en la historia de la Tierra. Una historia similar cabe aplicar a casi todas las estructuras sólidas; no hay dos rocas de idéntica composición interna o forma externa. La distribución de los objetos no conoce límites. Sin embargo, el futuro del universo será de simplicidad incesante como resultado de la expansión acelerada.
Otro tanto puede aplicarse a los fluidos: no hay dos nubes iguales, ni dos océanos con idéntico patrón de flujo, ni hay dos pautas de convección planetarias iguales (ni, por tanto, dos pautas de campos magnéticos), ni dos patrones de viento estelar, ni dos lluvias de rayos cósmicos, ni... El principio de esa explosión de diversidad puede buscarse en la ruptura de la simetría.
Una de las predicciones principales de todos los tiempos fue realizada en 1852 por el físico William Thomson (lord Kelvin). A partir de las leyes de la termodinámica y la naturaleza de la entropía, Thomson llegó a la conclusión de que el universo se estaba muriendo. La segunda ley de la termodinámica, que había sido formulada años antes por Clausius, Maxwell, Boltzmann y otros, establece que, en un sistema físico aislado, la entropía total (la medida del desorden) no puede disminuir nunca. Todos los procesos físicos, mientras pueden producir una caída de entropía en una región local, entrañan siempre una subida de entropía en cualquier otro lugar que compense lo anterior, de suerte que el resultado neto sea un aumento de la entropía total. Aplicado al universo en su totalidad, la segunda ley predice un crecimiento inexorable de la entropía global con el tiempo y un crecimiento concomitante del desorden. El aumento de entropía debe ahora definirse en referencia a un volumen en expansión del espacio. Una visión simple de la segunda ley de la termodinámica es que el universo comenzó en un estado bajo de entropía, entropía que ha ido en aumento desde entonces y seguirá creciendo en el futuro.
La creciente complejidad del universo se realiza a costa de un aumento de la entropía del campo gravitatorio: mientras la materia y la radiación disfrutan de una energía libre sostenida en virtud del campo para promover procesos complicados, el propio campo gravitatorio paga el precio en su ser desordenado. De modo que la entropía total del universo aumenta incluso cuando crece la riqueza, complejidad y diversidad de sus contenidos. Un campo gravitatorio de baja entropía presenta una forma simple, mientras que un campo de entropía elevada es complejo.
La complejidad no puede aumentar en el tiempo sin una fuente de energía libre para generarla o transferirla. Ello solo es posible si el universo no se encuentra en un estado de equilibrio termodinámico (de muerte térmica). Ejemplo bien conocido de la emergencia de la complejidad y del concomitante incremento de la entropía (o caída de energía libre) que hay que pagar por ello es la estructura organizada de un huracán, que solo es posible por la existencia (y baja entropía) de gradientes de presión, temperatura y humedad. También ofrece otro ejemplo el origen de la vida instado por la explotación de alguna forma de potencial químico redox. La entropía constituye el grado de desorden de un sistema; ello implica que es el orden, y no la complejidad, lo que desempeña un papel inverso. No hay, pues, incompatibilidad entre avanzar en complejidad y avanzar en entropía.
Puesto que la complejidad física requiere la explotación de gradientes de energía libre, el desarrollo de cualquier tipo de complejidad está vinculado a la disminución de energía libre y al incremento de entropía, en conformidad con la segunda ley de la termodinámica. Ahora bien, que el desarrollo de la complejidad sea coherente con la segunda ley no significa que sea explicado por ella. Numerosos autores han reconocido que la entropía y la segunda ley guardan un nexo fundamental con la complejidad. Pero no se trata de una simple relación inversa.
Con la formación de planetas, se abre la puerta a la formación de la vida y el desarrollo de la complejidad biológica. Parece incuestionable que la biosfera es hoy mucho más compleja que cuando la vida apareció sobre la Tierra. (Nadie sabe cuándo ocurrió, pero existe un acuerdo general en fijar esa época hace algo más de 3500 millones de años.) No podemos separar la complejidad de los organismos de la complejidad de su entorno. Un individuo humano es más complejo que una bacteria y una pluviselva más compleja que una colonia de bacterias. Darwin adoptó la metáfora del árbol para describir la evolución, con sus ramas y puntos de separación. Un árbol evolutivo es manifiestamente asimétrico con el tiempo: resulta completamente distinto si lo miramos de arriba abajo. Las mutaciones pueden causar que una especie se divida en dos por divergencia genómica, pero no encontraremos nunca dos especies que se fundan en una (salvo en el exclusivo caso de la endosimbiosis), por la sencilla razón de que es infinitésima la probabilidad de que diferentes secuencias genómicas que representan dos especies acometan las mutaciones requeridas para convertirse en una idéntica.
No existe una ley absoluta sobre la complejidad biológica, aunque se han documentado dos tendencias en la escala de la historia de la vida: el tamaño corporal y la jerarquía (célula procariota, célula eucariota, individuo multicelular, colonia). Si el Sol explotara mañana y destruyera toda la vida, habría que partir de cero para la emergencia de esta. Y por lo que se refiere a la biosfera en su globalidad, la evolución de la complejidad no es vía de dirección única.
La complejidad biológica puede hallarse en una especialización incrementada de partes corporales tales como la duplicación y subsiguiente diferenciación de extremidades animales, en las relaciones entre especies y en las redes de ecosistemas. Aunque el grado de especialización parece un criterio razonable de complejidad biológica, existen numerosos ejemplos en la historia de la vida sobre la Tierra en los que la especialización ha conducido a la extinción, mientras que la simplificación ha conducido a un éxito adaptativo y a la supervivencia. Con otras palabras, la macroevolución exhibe tendencias en una doble dirección: hacia la complejidad y hacia la simplicidad.
Cabe la posibilidad de que la vida haya encontrado y refinado las principales soluciones operativas de los problemas de supervivencia y reproducción, de que la diversidad de la vida tenga saturado el espacio de complejidad y que la complejidad se esté acercando a sus límites. Salvo la complejidad neural, que podría no haber alcanzado su apoteosis en los humanos. Aunque el cerebro de los vertebrados conoció varios incrementos de tamaño, la encefalización rampante se inició en los últimos 20 millones de años. Los datos actuales dan 18 millones de años para el cerebro del delfín, 7 millones de años para los homínidos y quizá la misma cifra para los cuervos de Nueva Caledonia. El cerebro humano constituye la entidad más compleja del universo. Cuando la información suministrada por el entorno cambia con una celeridad que impide ser incorporada en los genes (es decir, cambios en el medio a una escala temporal inferior a una generación), puede incorporarse en las capacidades de información biológica del cerebro. Igual que la complejidad biológica, la complejidad cultural dependería, en última instancia, de la complejidad física.

¿Pueden los animales seguir el ritmo?

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Si bien seguir el compás de la música cuando está sonando es algo que los seres humanos hacemos casi de manera espontánea, lo cierto es que muy pocos organismos lo consiguen. La rareza de esta habilidad ha hecho que los científicos se pregunten si los animales pueden seguir el ritmo. Veamos qué se sabe al respecto.
Ver también: 7 problemas que la música puede solucionar

El cerebro humano y el ritmo

Los científicos llaman seguir el ritmo a lograr una sincronización rítmica con un compás externo a través de movimientos corporales. Algunos animales, como los monos, o aves domésticas, pueden moverse con la música y hasta tocar instrumentos, pero seguir el ritmo según se define no parece ser una habilidad del reino animal.
No es hasta los 4 años que se produce el desarrollo rítmico en el ser humano. Los niños menores pueden escuchar el ritmo pero no sincronizar. Esta habilidad se adquiere en un proceso de socialización, cuando el pequeño interactúa con los otros seres humanos, lo que señala un origen evolutivo.
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Durante el proceso de sincronización musical, casi todas las regiones del cerebro humano se activan poniendo a funcionar el área de los movimientos y el de la audición, lo que eventualmente conduce al baile. A partir de ese momento todas las redes neuronales se intercomunican en sincronización rítmica.

El ritmo de los bonobos

Los bonobos son un tipo de chimpancés que tienen facilidad para responder al lenguaje. Con estos se han hecho diversos estudios sobre el seguimiento del ritmo. Al parecer, algunos pueden repetir el tiempo de los instrumentos y mover los pies al ritmo de la música.
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Claro que, como ya se ha comprobado, los bonobos poseen una característica extraordinaria: comparten más del 98% del genoma humano. ¿Coincidencias? Los expertos consideran que en estos chimpancés habría una analogía con los niños, que aún no han desarrollado la habilidad de sincronizar, pero sí pueden escuchar el ritmo.
Ver también: El efecto de la música en los animales

¿Por qué solo los humanos siguen el ritmo?

Hasta la fecha no se sabe con exactitud por qué solo los humanos siguen el ritmo. Sin embargo, se manejan algunas teorías. La idea más extendida es que en la evolución de la capacidad rítmica existe un fuerte componente social. Se cree que la habilidad de repetir sonidos era importante para crear unidad grupal y lazos entre sus miembros.
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La sincronización rítmica estaría pues relacionada, de manera mímica, con la capacidad de estar unidos grupalmente, de ser como uno solo: un mismo tiempo, acciones coordinadas.
Justamente como la unidad social es compleja y requiere el desarrollo conjunto de varias habilidades, la resultante de esa sincronización –poder seguir el ritmo– es una rareza, alcanzada solamente en los seres humanos y en muy excepcionales animales.

La cooperación entre humanos es una cuestión de edad



Un equipo de científicos de las universidades de Barcelona, Carlos III de Madrid y de Zaragoza (España) ha realizado un estudio para averiguar cómo evoluciona la actitud cooperativa de las personas según su edad.
Para ello, realizaron un experimento con 168 personas elegidas aleatoriamente de entre 10 y 87 años, que se presentaba a sus participantes como un juego a través de una interfaz web; concretamente una versión virtual del dilema del prisionero. Durante 25 tandas consecutivas debían elegir entre cooperar o no hacerlo con sus compañeros de grupo, con diferentes recompensas según cada acción. El experimento se realizó en el marco de la plataforma Barcelona Lab impulsada por la Dirección de Creatividad e Innovación del Institut de Cultura de Barcelona (ICUB) y fue repetido posteriormente para contrastar resultados.

Del experimento se extrae que los jóvenes de entre 10 y 16 años tienen un comportamiento más voluble a la hora de cooperar que el resto de franjas de edad y que los mayores de 66 años son los que muestran una mayor inclinación a cooperar.

“Estos resultados invitan a pensar que hay un componente evolutivo y cultural a lo largo del ciclo de la vida y que ser más proclives a cooperar es una cualidad que se puede aprender”, afirma Carlos Gracia-Lázaro, coautor del estudio.

“En general, a la hora de colaborar la gente tiene en cuenta lo que han hecho los demás, lo cual se conoce como cooperación condicional, pero nuestros experimentos demuestran que los adultos también consideran sus propias acciones pasadas; es decir, su manera de actuar es más predecible y ayuda un poco a mantener la cooperación”, afirmaYamir Moreno, coautor del estudio.

Los resultados del estudio han sido publicados en la revista Nature Communications.

lunes, 21 de julio de 2014

El sistema nervioso más antiguo

Sobre estas líneas aparece el sistema nervioso más antiguo que los científicos han conseguido reconstruir casi por completo hasta ahora. Tiene 520 millones de años y pertenece a un artrópodo del género Alalcomenaeus, cuyos restos fósiles (derecha) se descubrieron en un yacimiento del suroeste de China. Para hacer visibles las fibras nerviosas del animal, de apenas tres centímetros de largo, Nicholas Strausfeld, de la Universidad de Arizona en Tucson, y su equipo usaron diversas técnicas de neuroimagen. Con ayuda de un escáner de tomografía computarizada reconstruyeron primero las estructuras del interior del fósil (verde) en formato tridimensional. Además, determinaron la distribución del hierro que se había depositado de manera selectiva en el sistema nervioso (lila) durante el proceso de fosilización. En los lugares en los que los depósitos de hierro y las estructuras de la tomografía computarizada se cruzaban debían transcurrir, hace millones de años, las vías neurales del organismo.

La reconstrucción del sistema nervioso de Alalcomenaeus ha aportado nuevos datos sobre la evolución de los antrópodos: se ha visto que el plano de construcción neural de estos antiguos animales se asemeja al de los arácnidos actuales, grupo al que pertenecen las arañas, los escorpiones y los ácaros, entre otros.

Tomado de: Mente y cerebro

Encuentran ADN no humano en Ötzi, 'el hombre de hielo'

Conservado en los Alpes
Un equipo de científicos del Instituto EURAC en Bolzano (Italia), así como varios investigadores de la Universidad de Viena (Austria) han descubierto ADN no humano en la muestra de hueso de la cadera que se extrajo de la momia de 5.300 años de edad encontrada en un glaciar de los Alpes y bautizada como Ötzi, el hombre de hielo.

Los expertos han encontrado evidencias de una bacteria, concretamente de Treponema denticola, un patógeno relacionado con la enfermedad periodontal, concluyendo, tras un escáner realizado a los restos mediante tomografía computarizada, que el hombre de hielo habría sufrido de periodontitis. Los investigadores ven sorprendente cómo la muestra de un hueso tan pequeño y con tanta antigüedad sea capaz de proporcionarnos datos sobre esta bacteria que se movió desde la boca, a través del torrente sanguíneo, hasta llegar al hueso de la cadera.

Este ADN no humano se deriva principalmente de bacterias que normalmente viven sobre y dentro de nuestro cuerpo. Sólo la interacción entre ciertas bacterias o un desequilibrio dentro de esta comunidad bacteriana puede causar ciertas enfermedades. Por lo tanto es muy importante reconstruir y comprender la composición de la comunidad bacteriana mediante el análisis de esta mezcla de ADN”, afirma Thomas Rattei, coautor del estudio.

Las conclusiones del estudio han sido publicadas en la revista Plos One.