martes, 27 de enero de 2009

“La diferencia nos incomoda”

Aunque no seamos conscientes de ello, vivimos en un mundo plagado de estereotipos que reflejan opiniones generalizadas en la sociedad. La psicóloga estadounidense Susan Fiske analiza desde hace un cuarto de siglo cómo nos formamos impresiones de los demás y cómo afectan los prejuicios culturales a nuestras relaciones.

Los catalanes son unos peseteros y los andaluces, vagos y exagerados. Los franceses suelen ser estirados y chovinistas; y los italianos, unos machistas. A las mujeres les gusta ir de compras, hablan por los codos y les cuesta aparcar; a los hombres, en cambio, se les da bien la tecnología y son más pragmáticos. Vivimos en un mundo de estereotipos con los que nos manejamos a diario y que inundan la mayoría de nuestras conversaciones. Pero aunque no seamos conscientes de ello, responden a prejuicios que están en la base de la discriminación. La investigadora social Susan Fiske estudia cómo afectan a nuestra forma de relacionarnos con los demás.

–¿Tan difícil es llegar a entendernos?
–¡Las personas somos complicadas! El hecho de mirar a una a la cara y poder formarnos una impresión de cómo es, de si es simpática, de su personalidad o de su grado de lealtad resulta fascinante. Lo más increíble es que sólo necesitamos una fracción de segundo para decidir si confiamos o no en ella. Aunque, claro, tenemos que hacerlo así para poder sobrevivir.

–¿Y cómo lo hacemos?
–Cuando conocemos a alguien, nos fijamos, sobre todo, en su boca, en si nos parece que está ligeramente sonriente o, por el contrario, denota enfado. Así inferimos si una persona es dominante o afable. También influyen los rasgos de madurez de sus facciones. Cuanto más masculinas sean, más seguras nos parecen. En mi laboratorio estudiamos los distintos grupos sociales y morales a los que pertenece la gente y analizamos qué ven los demás cuando miran a la cara a miembros de otros colectivos. Hemos descubierto que la primera clasificación que hacemos tiene que ver con la etnia, la edad y el género. La clase social nos resulta algo más complicada, aunque también la acabamos pescando rápidamente.

–¿Nos bastan esas clasificaciones para comprender a los demás?
–Hace algunos años comenzamos un estudio sistemático de todas las técnicas que la gente usa para comprender y dar sentido a los individuos y a los distintos grupos sociales. Por ejemplo, imagina que tu gobierno te dice que hay un conjunto bastante numeroso de inmigrantes que van a venir a tu país. Ante esa noticia, lo primero que quieres saber es cuáles son sus intenciones y si van a participar en la economía, o si, por el contrario, lo hacen con la intención de competir con nosotros.

–A menudo compartimos una misma opinión sobre los chinos o sudamericanos que viven en España. ¿Cómo se generan esos juicios de valor globales?
–A partir de la percepción que tenemos de si un grupo nuevo de individuos es competitivo o cooperativo. Los colectivos que están vistos como explotadores no nos gustan; y, si además son de fuera, no nos caen bien. Tampoco nos agrada la gente pobre. Es algo generalizado que suele darse en todo el mundo. En cambio, los estereotipos concretos dependen de cada cultura. Por ejemplo, el tópico que se tiene en España sobre los pakistaníes quizá no tiene nada que ver con el que hay en Gran Bretaña, donde tienen una imagen muy negativa; los ingleses suelen verlos como gente que quiere aprovecharse de la sociedad británica. En cambio, para un estadounidense son gente hábil con la tecnología, pero no muy sociable.

–¿Tiene alguna idea sobre cómo se forjan esos estereotipos?
–No lo sabemos. En parte, depende del tipo de empleos que consiguen los que vienen de fuera, de su cultura de origen y de la cultura a la que llegan; de si la labor que realizan se percibe como beneficiosa... De alguna manera, la estructura social determina el estereotipo, este determina la emoción, y la emoción, el comportamiento.

–¿Esas emociones que nos despiertan los demás son innatas o culturalmente aprendidas?
–En general, creamos esterotipos a través de la cultura, aunque la sensación de incomodidad ante quienes son diferentes resulta natural. Incluso les ocurre a los bebés: a las pocas semanas ya perciben las diferencias entre personas de distintas etnias. Por ejemplo, si el pequeño es blanco se sorprende ante una persona negra la primera vez que la ve, y no tiene por qué sentirse necesariamente a gusto con ella. La diferencia nos incomoda, pero podemos acostumbrarnos a ella. Los estereotipos concretos parten de esas disimilitudes y, en último término, estas adquieren significado en función de la cultura y la representación que se haga de ella.

–¿Y qué parte de nuestro cerebro se encarga de juzgar a los otros?
–Elaboramos los juicios de valor en la amígdala, una zona implicada en muchas acciones, desde las funciones visuales más básicas hasta la capacidad para mantenernos alerta. También está relacionada con la percepción que tenemos de alguien. De hecho, cuanto más sentimos que podemos depositar nuestra confianza en una persona, menos se activa esta zona del cerebro, y cuanto más desconfiamos, más activa está. En las emociones, la amígdala también desempeña un papel importante. Por eso, en mi grupo de investigación de Princeton decidimos estudiar la respuesta de esta región de los sesos cuando la gente se enfrenta a colectivos distintos. Hicimos un experimento: seleccionamos un grupo de personas a las que les preguntamos por determinados grupos sociales y cómo se sentían con ellos y hacia ellos. La reacción que mostraban los europeos ante vagabundos, drogadictos y gitanos era de desprecio. La sociedad suele ver con repugnancia estos colectivos, a los que considera esencialmente “sucios”.

entrevista333b–Sentimos repugnancia, pero también pena...
–Durante el congreso de neurociencias organizado por la Cátedra El Cerebro Social de la Universidad Autónoma de Barcelona que se celebró en esta ciudad en noviembre de 2008, presentamos un gran hallazgo que hemos detectado gracias a las técnicas de neuroimagen. Mediante ellas descubrimos que un área del cerebro denominada córtex medio prefrontal se activa cuando pensamos en otras personas o intentamos adivinar lo que están pensando. Esto es así tanto si se trata de un sin techo o de nuestra propia madre. Sin embargo, cuando miramos una imagen de un pobre o de un drogadicto... ¡no se ilumina! Es como si mirásemos un cubo de basura. En cambio, lo que sí lo hace es la ínsula, una parte de los sesos que se encuentra asociada con la sensación de repugnancia. Por lo tanto, al ver la imagen de una persona de estos colectivos, lo que de verdad pensamos es: “me resulta repugnante, no quiero mirarla, no quiero pensar en cómo es, no quiero tener nada que ver con ella”.

–¿Por qué?
–Nos suele preocupar, en general, la suciedad y la indeterminación. Ante imágenes de personas enfermas o mal aseadas, las reacciones que se obtienen son universales. En otra de las investigaciones solicitamos a los voluntarios que nos dijesen qué grupos sociales había en su sociedad y que valorasen si se podía confiar en ellos y cosas así. Curiosamente, todos respondieron siempre que los pobres y los grupos nómadas les resultaban desagradables.

–¿Podría tratarse entonces de una respuesta biológica?
–Es potencialmente biológica la tendencia a la calma y a la jerarquía. Por eso, determinados grupos nos suponen un problema, ya que desequilibran estos factores. Es el caso de la gente mayor; hoy en día no se respeta demasiado a los ancianos, a diferencia de lo que ocurría en el pasado. Pensamos que son amables, pero dudamos de su competencia. Ocurre lo mismo con los discapacitados. Nos compadecemos de ellos porque nos consideramos mejores. Paradójicamente, ayudamos a esos grupos a la vez que los ignoramos.

–¿Por qué esos colectivos frágiles generan esa respuesta?
–Por una parte, el cerebro parece deshumanizar a los adictos y a los sin techo. Por otra, los grupos que vienen de fuera y tienen éxito nos producen envidia, un sentimiento muy peligroso, porque tendemos a asociar el motivo que causa este sentimiento con esos grupos. Eso puede llegar a provocar ira.

–Pero esos sentimientos de rechazo también hacen que nos sintamos culpables...
–Las decisiones morales que tomamos dependen de nuestras consideraciones personales acerca de si esa persona es responsable de estar en su situación. Todo el mundo espera llegar a viejo, por lo tanto, no culpas a la gente mayor de serlo. En cambio, en lo que respecta a los pobres, la cosa cambia y depende, por ejemplo, de si consideramos que son vagos o trabajadores.

–¿Y la moral no tiene nada que ver en todo esto?
–La moral es una determinación cultural y está en casi todos los grupos humanos. Así, casi todas las sociedades opinan que el incesto está mal, de la misma manera que piensan que una persona enferma es desagradable y, por tanto, se apartan de ella. Se puede intentar elaborar un argumento desde el punto de vista de la evolución para explicar ciertos estigmas. Por ejemplo, cuando hace millones de años alguien tenía malas intenciones hacia el grupo, se le excluía.

–A veces, no obstante, esas impresiones que nos formamos no son muy precisas.
–Son consideraciones con las que intentamos descubrir qué hay en la mente del otro. Observamos a la gente, estamos pendientes de lo que dicen y de cómo se comportan.Y eso tiene su lógica, ya que necesitamos tomar decisiones sobre los otros rápidamente; si somos de grupos distintos, tenemos que estar seguros de que no han venido a matarnos. En realidad, no puedes funcionar en un grupo a menos que hagas suposiciones sobre otras personas. Es así como hemos desarrollado maneras de emitir juicios de confianza y desconfianza.

–¿Podemos deshacernos de los estereotipos?
–¡Claro! En general, basta con dar a la gente información sobre ese colectivo y tranquilizarla sobre sus propósitos. Otra forma de romper sus creencias es establecer un contacto entre los grupos minoritarios y los mayoritarios, ponerlos en igualdad de condiciones para que cooperen en pos de un mismo objetivo. Puede que al principio haya fricciones, pero la interacción hace que los sentimientos cambien.

–¿Pueden rastrearse esos clichés en el cerebro?
–En mi laboratorio utilizamos una metodología combinada: por una parte, preguntamos a la gente cómo se siente hacia determinados colectivos, les enseñamos fotos y observamos sus reacciones. A continuación examinamos con técnicas de neuroimagen qué piensan, qué dicen y qué áreas del cerebro se encargan de procesar esas ideas. Analizamos qué partes se activan en el córtex medio y prefrontal, en la amígdala y en la ínsula. Uno de los últimos estudios que estamos desarrollando tiene que ver con cómo percibimos a los demás hombres y mujeres. Cuando a ellos les enseñamos fotos de mujeres en bikini y con ropa son incapaces de recordar las caras, pero ¡sí los bikinis! Al mirar a través del escáner qué pasaba en sus cerebros, vimos que estaba desactivada la región que se pone en marcha cuando nos formamos una impresión sobre los demás. Además, cuanto más sexista era el hombre, menos pensaba en la personalidad de las mujeres en bañador. En este caso, no las deshumanizaban, sino que las convertían en objetos.

–¿Y las mujeres?
–Es el próximo paso, aunque estoy casi segura de que ellas se preocuparán más por pensar en qué tipo de persona tienen delante. ¡Pero ya veremos!

Cristina Sáez

Cerebro artificial

Investigadores de la Universidad del Sur de California están dando los primeros pasos hacia el desarrollo de cerebros sintéticos creando neuronas a partir de nanotubos de carbono que imitan algunas funciones cerebrales.

“En este momento aún no sabemos si crear un cerebro artificial completo será posible” dice la ingeniera Alice Parker. “Puede llevarnos décadas crear algo que se parezca mínimamente al cerebro humano, pero obtener piezas como un sistema de visión artificial o una cóclea sintética que interactúen con un cerebro real podría estar disponible bastante pronto”, vaticina.

A diferencia de los programas informáticos (software) que simulan la actividad cerebral, el cerebro sintético estaría formado por hardware que imitaría a las neuronas. Y por lo tanto, cada una de estas células artificiales debería poseer también la compleja plasticidad necesaria para aprender con la experiencia y adaptarse a los cambios en el entorno.

El segundo reto tiene que ver con el espacio. Si para el año 2022 se construyera un cerebro sintético con la tecnología actual, se necesitarían billones de neuronas artificiales que ocuparían una habitación completa. “Obviamente la tecnología tendrá que reducir su tamaño si queremos usarla en un ser humano o para fabricar un cerebro robótico”, dice Parker. A estas dificultades hay que añadir que el cerebro nunca se apaga, lo que en el terreno de lo sintético supondría un problema de suministro de energía.

Aunque antes de llegar a todo eso hay que resolver el problema de las conexiones y comunicaciones neuronales. Cada neurona del córtex cerebral está conectada a decenas de miles de compañeras. Se necesitan muchas matemáticas y complejas operaciones computaciones para conseguir que neuronas artificiales de carbono reciban y transmitan señales tal y como sucede en nuestro órgano pensante.

Parker y sus compañeros han escogido los nanotubos de carbono para sus experimentos porque, gracias a su estructura tridimensional, permite establecer "conexiones en todas las direcciones y planos". Además de que una prótesis de este material orgánico tendría menos peligro de ser rechazada por el cuerpo humano.

Al margen de los retos tecnológicos, desarrollar un cerebro sintético, o incluso sólo una parte, también plantea cuestiones bioéticas. Por ejemplo, si como apuntan las últimas investigaciones el papel de las emociones en el aprendizaje y el resto de las funciones cerebrales es tan importante, habrá que entender cómo funcionan a nivel molecular.

El ritmo es innato en nuestra especie

Si la música rock le hace vibrar y al oir el tac-pum tac-pum-pum de una batería no puede evitar mover los pies acompasadamente, sepa que no es el único. Los recién nacidos llegan al mundo con una capacidad innata para detectar el ritmo regular, según revela un estudio publicado hoy en la revista PNAS.

La música, concluyen los autores, es apreciada desde el útero materno, y una vez que nacemos podemos sentir el ritmo incluso mientras dormimos. Para probarlo, el húngaro Istvan Winkler trabajó con 14 niños sanos de 37 a 40 semanas de edad, a quienes les hizo escuchar algunas canciones Rhythm & Blues mientras medía la actividad de su cerebro con electrodos no invasivos. Cuando probó a eliminar algún golpe del ritmo, el investigador y su equipo comprobaron que los pequeños reaccionaban negativamente, detectando una violación de sus expectativas sensoriales. "El sistema auditorio de un bebé funciona del mismo modo que el adulto, haciendo continuamente predicciones”, explica Winkler.

Los resultados indican que la percepción de un sonido rítmico, y posiblemente otros aspectos de la apreciación musical, nos acompañan desde que nacemos, lo que implica que la música podría tener ventajas evolutivas para los seres humanos. Además, si bien el desarrollo del lenguaje tarda mucho, el nuevo estudio confirma que la música es el primer lenguaje que los padres deberían usar para comunicarse con sus hijos.