El autor, radicado en Francia desde los 70, busca desactivar la
identificación del cerebro con una computadora -para ser más precisos
con una máquina de estados discretos (MED) o máquina de Turing, según
acota- y trabaja en cambio sobre la idea de que la inteligencia humana
no se reduce a un entramado de circuitos establecidos sino que es el
resultado de una trama de aprendizajes y experiencias que modifican y
esculpen el cerebro.
¿Cómo cree viable la biología ampliar la expectativa de vida hasta los
mil años sin tener en cuenta que los mecanismos de autorregulación y
control que conlleva la muerte son vitales para la supervivencia del
planeta y la distribución de recursos?
"Cuando los investigadores en biología nos prometen una vida que puede
durar mil años, no nos damos cuenta del horror que esta promesa
comporta. Imaginemos que una parte privilegiada de la población mundial
pudiera vivir mil años: qué desastre ecológico causaría esa población
monstruo, que para su vida utilizaría una cantidad infinita de
recursos", sostiene Benasayag en "El cerebro aumentado..." (Paidós).
En diálogo con Télam, este autor de más de veinte
ensayos alerta sobre las expectativas y proyectos para ampliar los
niveles de recordación: la memoria no es un simple receptáculo de
almacenamiento sino "un mecanismo complejo en el que intervienen la
ficción, la adulteración y por supuesto el olvido".
Télam: Frente a tanta obra auspiciosa sobre esta nueva frontera
del conocimiento, tu libro impone una mirada cautelosa y sugiere
repensar un poco ese optimismo ¿Por qué?
Miguel Benasayag: Trato de decir que lo que estamos conociendo sobre el
cerebro y las posibilidad de incrementar sus facultades es en un punto
fascinante pero cambia absolutamente la concepción del ser humano. El
cerebro siempre fue considerado como el lugar de la libertad, de los
afectos... de la diferencia con respecto a otras especies y las leyes de
la física general.
La ideología científica actual se enrola en la idea de una continuidad
que establece que todo funciona de acuerdo a las leyes físicas en
continuidad, sin que haya ruptura cualitativa.
La primera consecuencia de eso es que si se estudia el cerebro de
acuerdo a leyes de determinación física, desde el punto de vista
filosófico, ético y antropológico resulta que lo consideramos que era el
ser humano -la libertad, los afectos, la dignidad- pasa a ser un
entramado de circuitos y redes cerebrales.
La idea de agregar un chip de memoria para expandirla a límites
insospechados -uno de los proyectos que hoy insume más dinero en
neurociencia es el de modelizar y transferir el cerebro a un disco duro-
se entronca con el ideario monoteísta judeo-cristiano de la eternidad:
la posibilidad de morirse pero seguir existiendo a través de algoritmos
de tres, cuatro, diez generaciones.
Hablamos de algoritmos de transferencia del cerebro al disco duro que
son de aprendizaje profundo, por lo cual una persona después de muerta
continúa aprendiendo. Eso va a generar que ya no se sepa la diferencia
entre la vida y un artefacto. Esta hipótesis tiene fallas enormes en su
base: lo que pasa que del lado de la fascinación está también el dinero.
T: ¿Nos confrontamos entonces a un cambio de paradigma
propiciado por la digitalización de lo real? ¿Por qué es peligroso
equiparar al cerebro con una computadora?
M.B: La memoria humana es una escultura donde lo negativo, la pérdida,
la fragilidad es fundamental. En esa línea, las constricciones, la
fatiga y el olvido, es decir lo negativo, no son solamente lo que
molesta en el camino sino justamente lo que permite que haya vida.
Los investigadores pero también la sociedad tienen que hacer hoy un
esfuerzo por comprender que la tecnología no es buena ni mala sino que
debemos tener en claro la diferencia entre el mundo de lo vivo -y el del
cerebro- y el mundo de la técnica que puede permitir en el futuro una
continuidad por medios artificiales. Si entonces comprendemos la
discontinuidad, la tecnología entonces puede ser articulada como una
potenciación fantástica de lo vivo y la cultura, pero si no la
comprendemos la tecnología nos coloniza y el cerebro va siendo modelado y
formateado por el artefacto.
Efectivamente estamos viviendo una mutación terrible. Al ignorar esta
discontinuidad se producen distorsiones que producen malestar, angustia e
incluso el problema de la psiquiatrización o medicalización de la
infancia. Estamos viendo las consecuencias pero las tratamos, las
combatimos, sin analizar a qué obedecen. Por el momento esta hibridación
artefacto-vida, que es irreversible, se está produciendo bajo una
colonización total de parte del artefacto.
T: Hacés una objeción central a la posibilidad de ampliar el
caudal de memoria: la idea de la memoria como un mero receptáculo de
almacenamiento ¿Por qué se supone que sería beneficioso aumentar el
caudal de memoria?
M.B: Se piensa que el cerebro es un hardware sobre el cual circula el
software, algo que es totalmente erróneo. Cualquier decisión u operación
importante implica la intervención de todo el cuerpo, con su amplia
gama de redes y relaciones. Cuando hablamos del cerebro nos concentramos
en su información simbólica, pero en realidad no funcionamos de esa
manera tan simplificada.
La memoria es una reconstrucción en permanencia siempre actual donde los
hecho hacen parte de una reconstrucción actual con partes de olvido. La
memoria se funda en el olvido, en el hecho de que se puedan filtrar y
dejar de lado cosas que uno vivió. El olvido no es un mecanismo
periférico. Ahí vemos esta asimilación peligrosa y estúpida entre el
hombre y la máquina: si uno tuviera una computadora que olvidara parte
de la información seguramente la descartaría.
El reduccionismo de la ciencia actual confunde los ladrillos con la
casa. Un puñado de ladrillos no hacen necesariamente una casa, de la
misma manera que Borges cuando dice que si tuviera un mono eterno que
escribiera a máquina terminaría por escribir el Quijote. Seguro que no.
Aunque parezca mentira, esto es incomprensible para la ciencia dominante
actual. El mundo está dividido en dos entre los que están convencidos
que el mono va a escribir el Quijote y lo que creemos que no.