Un extendido mito o creencia popular sobre las proporciones masculinas fue abordado por un estudio realizado en Corea del Sur
Mucho se ha especulado sobre la relación
que existe entre la longitud de los dedos de las manos y el tamaño del
aparato reproductor masculino. Investigadores coreanos
dirigidos por el Dr. Tae Beom Kim, de la Universidad de Gachon, Corea
del Sur, lograron establecer la relación que existe entre ambas partes
del cuerpo y darle un fundamento científico a lo que por décadas ha sido
una creencia popular.
En el estudio, 144 hombres mayores de 20
años que presentaban un problema en sus vías urinarias, fueron
observados clínicamente. Se les midió la extensión de su genital y, por
otro lado, la extensión de los dedos de sus manos, todo esto mientras
los pacientes se encontraban bajo los efectos de la anestesia para
evitar que la conciencia del examen pudiera influenciar los resultados.
Foto: Agencias
Si quieres medir la longitud de tu mano guíate por esta foto.
Los
resultados de la investigación, publicada en Asian Journal of
Andrology, se centraron en la información que arroja el dedo índice y
anular. Al realizar una comparación entre ambas medidas, se sugiere que
aquellos hombres cuyo dedo índice (el segundo, 2D) es menor al dedo
anular (cuarto, 4D), tienen una longitud de pene mucho más extensa. De
esta forma, los científicos concluyeron que “sugerimos que la proporción
digital puede predecir el tamaño de genital adulto”. Más información sobre nuestra especie
La
ciencia ya ha desarrollado diversos estudios sobre la proporción 2D:4D
y su relación con la reproducción. De hecho, uno de los científicos más
reconocidos en este tema es el doctor John Manning de la Universidad
de Liverpool, quien ha investigado sobre el nivel de testosterona y
estrógeno a los que está expuesto el feto y el desarrollo de los dedos
de sus manos en la etapa pre natal.
El doctor Manning (2002)
sostiene que los hombres tienden a tener más largo el cuarto dígito,
debido a una alta concentración de testosterona durante el desarrollo de
la etapa prenatal, la que tendría influencia en conductas futuras,
características morfológicas y habilidades físicas. Mientras que las
mujeres tienen normalmente ambos dedos de similar tamaño.
En el
caso de los hombres con dedos anulares especialmente largos, tendrían
mayor riesgo de padecer autismo, dislexia, tartamudez o disfunciones
inmunes (relacionadas todas con un exceso de testosterona prenatal).
También tendrían mayores probabilidades de ser padres de un número mayor
de hijos varones. Mientras que en el caso de tener los dedos anulares
demasiado cortos, habrá más riesgo de padecer enfermedades cardíacas y
de tener problemas de infertilidad.
Respecto a si los resultados
del estudio coreano son extrapolables a otras poblaciones, Denise
Brooks, del departamento de Biología del Skidmore College de Nueva York
(EE.UU.) advirtió que los participantes estudiados son asiáticos, los
que tienen dimesiones distintas a otras poblaciones, por lo que no es
totalmente seguro que refleje la realidad de otras culturas.
Los mamíferos somos una clase de vertebrados muy especiales en lo que se
refiere a la vida social. Desde que nacemos, necesitamos vincularnos
los unos con los otros. Esta es una tendencia tan poderosa, que el
científico Harry Harlow demostró con macacos, que estos preferían a una madre de trapo con la que apegarse, que a una de metal que proporcionaba leche
Sin duda, se trata de un mecanismo muy adaptativo,
ya que nuestra supervivencia, en la mayoría de las ocasiones, depende
de la capacidad de asociarnos con otros miembros, con los que cooperar,
afrontar diversos peligros juntos, cuidar de nosotros en momentos
difíciles o acompañar a los pequeños en sus primeros años. Esta fuerza
que nos conduce a la conexión con otros es tan intensa que puede llegar
saltar la barrera entre las especies y aparecer en cualquier contexto
social, uniendo a organismos de diferente tipo.
En las últimas semanas, han saltado a la actualidad dos casos que
ponen de manifiesto esta fuerte tendencia que salta la barrera de las
especies y el uso de la imitación como estrategia para conectarse. Sam Ridgway, de la Fundación Nacional de Mamíferos Marinos, en Estados Unidos, ha registrado los intentos de una beluga (un cetáceo) de comunicarse con humanos por primera vez en la historia. Los datos han sido publicados en la revista Current Biology
del pasado mes de octubre. Se cree que estas acciones son un intento de
conexión por parte de la ballena con sus cuidadores, ya que se requiere
de una gran motivación y esfuerzo para producirlos.
La historia comenzó en los años 80, cuando los trabajadores de un
Acuario de Vancouver comenzaron a escuchar unos raros sonidos que
provenían de una de las piscinas. Según estos, los sonidos recordaban a
una multitud de niños chillando. En una ocasión, uno de los trabajadores
que buceaba salió repentinamente, pensando que le llamaban los
compañeros, a lo que respondieron extrañados ya que no habían sido
ellos.
Pronto se percataron de que se trataba de una hembra de ballena
blanca de quince meses de edad llamada Lagosi. Estos sonidos, están muy
alejados de los propios de su especie, que se encuentran varias octavas
por encima de los que realizamos los humanos. El equipo de Ridgway cree
que los sonidos tan parecidos a los nuestros son posibles gracias a que
la ballena aumenta la presión del aire que pasa a través e sus cavidades
nasales y modifica la posición de sus músculos en sus labios fónicos,
una estructura que se encuentra encima de dichas cavidades.
En los orígenes, todas estas capacidades surgieron para interaccionar
con miembros de nuestra misma especie, pero la recompensa para quienes
la realizan ha debido de ser tan grande, que puede independizarse de su
función original, permitiéndonos desarrollar apegos con otros animales
muy alejados evolutivamente de nosotros. La imitación, es uno de las maneras en las que los mamíferos realizamos esta función.
En otro estudio
de la revista Current Biology del mes de noviembre, se describe el caso
de un elefante asiático de 22 años llamado Koshik. Este elefante que
vive en un zoo de Corea del Sur también posee un talento excepcional,
relacionado directamente con la necesidad de conectar con otros, ya que
es capaz de imitar varias palabras en coreano. Koshik puede pronunciar
las palabras «annyeong» (hola), «anja» (siéntate), «aniya» (no), «nuwo»
(échate) y «joa» (bien).
En los estudios realizados por Angela Stoeger, de la Universidad de
Viena, y colaboradores, han podido comprobar que Koshik es especialmente
bueno con las vocales, llegando a una similitud del 67% con las que emitimos los humanos. En las consonantes, el porcentaje se reduce al 21%.
Para poner a prueba la eficacia real de los sonidos producidos por
Khosik, los investigadores fueron a la calle y los reprodujeron para
coreanos anónimos. El resultado fue que todos entendieron al elefante.
La evidencia de que intenta imitar a los humanos, es que la
frecuencia en la que emite estos sonidos, es igual a la nuestra. Para
ello, Koshik introduce su trompa en la boca, aumentando así la presión
del aire, lo que le permite cambiar de registro. Los científicos creen
que debido al aislamiento al que ha estado sometido, su motivación para
intentar conectar con otros animales es mayor, ya que desde los cinco
años de edad, no ha tenido a más compañeros que a sus cuidadores.
Aunque hasta ahora no se había podido comprobar científicamente la
existencia de imitación vocal en ballenas y elefantes, lo cierto es que
ya se habían descrito previamente en varias aves, como por ejemplo los
loros.
En una investigación con grupos de primates no humanos, aquellos que
eran imitados, posteriormente se mostraban más cooperativos y más
tolerantes a la proximidad de los humanos. En estudios realizados con
nuestra especie, los resultados han sido similares. Por ejemplo, si un
camarero imita algunas características de sus comensales, la
probabilidad de que estos dejen más propina es mayor.
Desde que nacemos, la imitación es una método muy poderoso para crear lazos con
otros seres vivos. Esta capacidad nos permite establecer vínculos
sociales con las personas que nos rodean y transmitir nuestro deseo de
conexión; aspectos todos ellos que influyen en nuestra supervivencia de
manera directa.
En la última década, los científicos han descubierto que el comportamiento, el estado de ánimo e incluso la memoria pueden verse modificados por la acción de microbios externos. Un claro ejemplo son los efectos que nos provoca estar en contacto con Mycobacterium vaccae, una bacteria que vive en el suelo
y que inhalamos cuando damos un paseo por el campo, jugamos un rato en
el parque o podamos las plantas del jardín. Según un estudio publicado
hace unos años en la revista Neuroscience, este microbio estimula
a las neuronas de la corteza prefrontal del cerebro humano para que
liberen serotonina, el neurotransmisor de la felicidad y el bienestar,
lo que nos pone de muy buen humor. Lo que es más, Christopher Lowry,
neurocientífico de la Universidad de Bristol (Reino Unido), ha
comprobado que inyectando la bacteria en ratones de laboratorio ejercía
un efecto antidepresivo muy similar al popular Prozac.
Por si
esto fuera poco, Dorothy Matthews, investigadora de The Sages Colleges
de Nueva York (EE UU), ha llegado a la sorprendente conclusión de que M. vaccae también puede mejorar la capacidad de aprendizaje.
En experimentos con roedores alimentados con la bacteria viva, Matthews
y su equipo comprobaron que los animales “infectados” se movían más
rápido por los laberintos y sufrían menos ansiedad.
“Podemos especular que sería positivo programar en las escuelas un tipo
de aprendizaje al aire libre para adquirir nuevas habilidades”, sugiere
Matthews. A la vista de estos resultados, tampoco parece descabellado
imaginar que, en un futuro no muy lejano, podamos tomar un puñado de estas bacterias para convertirnos en personas más felices e inteligentes. De hecho, en 2003 Rook y Lowry ya dieron el primer paso en este sentido al obtener una patente para el uso de M. vaccae y derivados para tratar la ansiedad, los ataques de pánico y los trastornos alimentarios.
Muchos trabajos científicos han demostrado la importancia del
descanso para mejorar nuestra calidad de vida y hacernos capaces de
realizar con éxito las tareas cotidianas. Ahora, un grupo de científicos
de la Universidad de California, Berkeley (EEUU) han demostrado que la
falta de sueño también nos hace ser más egocéntricos y afecta a nuestras relaciones personales.
En
un primer estudio, los investigadores evaluaron la cantidad y la
calidad del sueño de los participantes mediante una adaptación del
cuestionario de Pittsbugh. Los voluntarios debían también elaborar una lista de cinco cosas por las que estaban agradecidos.
Los resultados revelaron que, en general, las personas que dormían
mejor se mostraban más agradecidas en sus relaciones con otros que
aquellas que manifestaban tener problemas de sueño.
En
un segundo trabajo, los científicos encontraron que las personas se
sentían menos apreciadas por su pareja si esta última había dormido poco
o mal. "La falta de sueño nos vuelve más egoístas, y nos hace priorizar
nuestras necesidades sobre las de nuestra pareja", explica Amie Gordon,
una de las autoras del estudio. Para llegar a estas conclusiones, los
investigadores realizaron un seguimiento de más de 60 parejas de entre 18 y 56 años
que debían llevar un diario en el que anotaban la calidad de su sueño.
Además, se realizaron una serie de grabaciones en las que cada pareja
resolvía conflictos cotidianos.
"Las consecuencias de la falta de sueño
no solo afectan a quién las padece", ha explicado Gordon en la Reunión
Anual de la Sociedad de Psicología social y Personalidad que se celebra
en Nueva Orleans (EEUU). "Este problema afecta a la manera en la que
interactuamos con otras personas y a nuestra habilidad para dar las
gracias, una emoción fundamental en nuestras relaciones sociales".
By July 2011, when Brian McQuinn made the 18-hour boat trip from
Malta to the Libyan port of Misrata, the bloody uprising against Libyan
dictator Muammar Gaddafi had already been under way for five months.
“The whole city was under siege, with Gaddafi forces on
all sides,” recalls Canadian-born McQuinn. He was no stranger to such
situations, having spent the previous decade working for peace-building
organizations in countries including Rwanda and Bosnia. But this time,
as a doctoral student in anthropology at the University of Oxford, UK,
he was taking the risk for the sake of research. His plan was to make
contact with rebel groups and travel with them as they fought, studying
how they used ritual to create solidarity and loyalty amid constant
violence.
It worked: McQuinn stayed with the rebels for seven
months, compiling a strikingly close and personal case study of how
rituals evolved through combat and eventual victory. And his work was
just one part of a much bigger project: a £3.2-million (US$5-million)
investigation into ritual, community and conflict, which is funded until
2016 by the UK Economic and Social Research Council (ESRC) and headed
by McQuinn's supervisor, Oxford anthropologist Harvey Whitehouse.
Rituals are a human universal — “the glue that holds social groups
together”, explains Whitehouse, who leads the team of anthropologists,
psychologists, historians, economists and archaeologists from 12
universities in the United Kingdom, the United States and Canada.
Rituals can vary enormously, from the recitation of prayers in church,
to the sometimes violent and humiliating initiations of US college
fraternity pledges, to the bleeding of a young man's penis with bamboo
razors and pig incisors in purity rituals among the Ilahita Arapesh of
New Guinea. But beneath that diversity, Whitehouse believes, rituals are
always about building community — which arguably makes them central to
understanding how civilization itself began.
To explore these possibilities, and to tease apart how
this social glue works, Whitehouse's project will combine fieldwork such
as McQuinn's with archaeological digs and laboratory studies around the
world, from Vancouver, Canada, to the island archipelago of Vanuatu in
the south Pacific Ocean. “This is the most wide-ranging scientific
project on rituals attempted to date,” says Scott Atran, director of
anthropological research at the CNRS, the French national research
organization, in Paris, and an adviser to the project.
Human rites
A major aim of the investigation is to test Whitehouse's
theory that rituals come in two broad types, which have different
effects on group bonding. Routine actions such as prayers at church,
mosque or synagogue, or the daily pledge of allegiance recited in many
US elementary schools, are rituals operating in what Whitehouse calls
the 'doctrinal mode'. He argues that these rituals, which are easily
transmitted to children and strangers, are well suited to forging
religions, tribes, cities and nations — broad-based communities that do
not depend on face-to-face contact.
Rare, traumatic activities such as beating, scarring or
self-mutilation, by contrast, are rituals operating in what Whitehouse
calls the 'imagistic mode'. “Traumatic rituals create strong bonds among
those who experience them together,” he says, which makes them
especially suited to creating small, intensely committed groups such as
cults, military platoons or terrorist cells. “With the imagistic mode,
we never find groups of the same kind of scale, uniformity,
centralization or hierarchical structure that typifies the doctrinal
mode,” he says.
Rebel yell
Whitehouse has been developing this theory of 'divergent
modes of ritual and religion' since the late 1980s, based on his field
work in Papua New Guinea and elsewhere1. His ideas have attracted the attention of psychologists, archaeologists and historians.
Until recently, however, the theory was largely based on
selected ethnographic and historical case studies, leaving it open to
the charge of cherry-picking. The current rituals project is an effort
by Whitehouse and his colleagues to answer that charge with deeper, more
systematic data.
The pursuit of such data sent McQuinn to Libya. His
strategy was to look at how the defining features of the imagistic and
doctrinal modes — emotionally intense experiences shared among a small
number of people, compared with routine, daily practices that large
numbers of people engage in — fed into the evolution of rebel fighting
groups from small bands to large brigades.
At first, says McQuinn, neighbourhood friends formed small groups
comprising “the number of people you could fit in a car”. Later,
fighters began living together in groups of 25–40 in disused buildings
and the mansions of rich supporters. Finally, after Gaddafi's forces
were pushed out of Misrata, much larger and hierarchically organized
brigades emerged that patrolled long stretches of the defensive border
of the city. There was even a Misratan Union of Revolutionaries, which
by November 2011 had registered 236 rebel brigades.
McQuinn interviewed more than 300 fighters from 21 of
these rebel groups, which varied in size from 12 to just over 1,000
members2.
He found that the early, smaller brigades tended to form around
pre-existing personal ties, and became more cohesive and the members
more committed to each other as they collectively experienced the fear
and excitement of fighting a civil war on the streets of Misrata.
But six of the groups evolved into super-brigades of more
than 750 fighters, becoming “something more like a corporate entity with
their own organizational rituals”, says McQuinn. A number of the group
leaders had run successful businesses, and would bring everyone together
each day for collective training, briefings and to reiterate their
moral codes of conduct — the kinds of routine group activities
characteristic of the doctrinal mode. “These daily practices moved
people from being 'our little group' to 'everyone training here is part
of our group',” says McQuinn.
McQuinn and Whitehouse's work with Libyan fighters
underscores how small groups can be tightly fused by the shared trauma
of war, just as imagistic rituals induce terror to achieve the same
effect. Whitehouse says that he is finding the same thing in
as-yet-unpublished studies of the scary, painful and humiliating
'hazing' rituals of fraternity and sorority houses on US campuses, as
well as in surveys of Vietnam veterans showing how shared trauma shaped
loyalty to their fellow soldiers.
To gain a more global perspective on ritual practices,
Whitehouse and Quentin Atkinson, a psychologist at the University of
Auckland, New Zealand, and a member of the project, used a previously
developed database containing information on world cultures to explore
the connections between frequency, peak levels of emotional arousal, and
average community size for 645 rituals across 74 cultures3.
As predicted, the rituals fell into two clusters: low-frequency but
high-arousal imagistic varieties that were more common in societies with
a smaller average community size, and high-frequency, low-arousal
doctrinal rituals that were more established in societies in which
communities are larger.
Given these data from contemporary cultures, it is hard
not to speculate about ritual's role in history: did the transition from
imagistic mode to doctrinal mode, with its emphasis on a common
identity buttressed by daily activities and rituals, play a part in the
emergence of large, complex societies 10,000 years ago?
The birth of civilization?
To address that question, Whitehouse, Atkinsonand Camilla
Mazzucato, also based at the University of Oxford, are looking at
archaeological data from Çatalhöyük, one of the largest and
best-preserved Neolithic towns known. Located in the Anatolian plains of
northwestern Turkey, Çatalhöyük was founded during the dawn of
agriculture roughly 9,500 years ago, and housed more than 8,000 people
at its peak.
The town's early layers show that residents frequently
buried their kin under the floors of their houses, sometimes with their
heads severed. Wall paintings also depict the town's residents getting
together to tease and kill enormous wild bulls for feasting. “The whole
process of baiting and killing these animals would have been extremely
intense, and have had a major emotional impact,” says excavation
director Ian Hodder, an archaeologist at Stanford University in
California. These occasional feasts were also memorialized by mounting
the skulls and horns of bulls inside houses, and burying the rest of the
bones to commemorate the founding or abandonment of a house, which
Hodder says were also highly ritualistic events.
Evidence
for such imagistic-style rituals declines in the later layers of
Çatalhöyük. Wild-bull rituals and bull-horn installations become less
common as the herding of domesticated sheep, goats and cattle
intensified, says Hodder. Human burials within houses fade out, and
standardized symbolic artefacts, such as painted pottery and seal
stamps, become more common. Whitehouse and Hodder believe that these
changes represent a shift to a more doctrinal mode of ritual as people
united into a larger, more cooperative community devoted to agriculture
and animal herding. Although speculative, this interpretation is
consistent with Whitehouse and Atkinson's cross-cultural survey, which
found that in contemporary societies the doctrinal mode is more
established where agriculture is practised most intensively.
Looking beyond Çatalhöyük, Whitehouse, Atkinson and
Mazzucato are building a regional database chronicling similar changes
in ritual at 60 other sites across the Middle East, from the end of the
Palaeolithic around 10,000 years ago until the early Bronze Age around
7,000 years ago. This database will dovetail with another one that
covers the entire world over the past 5,000 years4.
That resource codifies information about the culture, religion and
ritual practices of people worldwide, and combines this with measures of
social complexity — for example, how many levels of administration a
society's government has, or the number of distinct professions — as
well as data on the intensity of warfare. The plan is to use this
database to explore the links between ritual and social life, as well as
the roles of war and competition between societies in nurturing certain
kinds of ritual and driving increases in social complexity.
Members of the ESRC project are also probing people's
beliefs about how rituals work. For example, Cristine Legare at the
University of Texas at Austin has studied Brazilian rituals called simpatias, which are used to solve everyday problems ranging from bad luck to asthma and depression5. A simpatia
for getting a good job says that during the full Moon the jobseeker
must take the jobs page out of a newspaper, fold it four times, and then
place it on the floor with a small white candle surrounded by honey and
cinnamon, imagining themself in a new job with good pay. The candle
stub and the paper should be buried with a plant and watered daily, and
the dream job will soon emerge.
The ritual mind
Legare presented Brazilians with a variety of simpatias,
and found that people judged them as more effective when they involved a
large number of repetitive procedural steps that must be performed at a
specific time and in the presence of religious icons. “We're built to
learn from others,” she says, which leads us to repeat actions that
seemed to work for someone else — “even if we don't understand how they
produce the desired outcomes”.
“Rituals could feed conflict by turning opinions into 'sacred values'.”
Meanwhile, psychologist Ryan McKay at Royal Holloway,
University of London, and Jonathan Lanman, a cognitive anthropologist at
Queen's University, Belfast, are exploring how rituals can be broken
down into their component parts and how each part influences behaviour.
One such component is synchronized physical action — for example, the
ritualized goose-stepping of military units — which social psychologists
have shown6 promotes a sense of connection and trust between individuals.
This work builds on research by Richard Sosis, an
anthropologist at the University of Connecticut, who has shown that
immersion in collective rituals, such as communal prayer, in Israeli
kibbutzim increases cooperative behaviour in economic games7 — but only with other kibbutz members8.
Ritual also has its darker side. Surveys by Ara Norenzyan,
a psychologist at the University of British Columbia in Vancouver who
has an advisory role on the project, suggest that support for suicide
terrorism among Palestinians is more strongly tied to communal ritual
attendance than to religious devotion, as measured by the frequency of
private prayer9.
Atran thinks that rituals could also feed conflict by
turning the opinions and preferences of groups into 'sacred values' —
absolute and non-negotiable beliefs that cannot be traded against
material benefits such as money. For many Israelis, for example, one
such value is the right to occupy the West Bank, whereas for many
Palestinians it is the right to return to the villages from which they
were expelled. In fact, Atran has found that financial offers to
compromise on these sacred values makes them even more entrenched10.
As an example of how rituals can cause values and
preferences to become sacralized, Atran points to his studies showing
that, in the United States, people who attend church more frequently are
more likely to consider the right to bear arms a sacred value11.
“Emotionally intense rituals have bound us together and
pitted us against our enemies throughout the history of our species,”
says Whitehouse. “It was only when nomadic foragers began to settle down
did we discover the possibilities for establishing much larger
societies based on frequently repeated creeds and rituals.”
The big question, he says, is whether this kind of unity
can be extended to humanity at large. For Whitehouse, understanding the
ways that rituals shape group behaviour is the first step towards
finding out how they can be harnessed to dampen down conflict between
groups. He hopes that such insights could help policy-makers to
“establish new forms of peaceful cooperation, as well as bringing down
dictators”.
Una nueva investigación sugiere que los simios tienen un sentido de la ecuanimidad y la justicia muy parecido al humano
Los chimpancés son criaturas inteligentes,
tienen una compleja red social de alianzas y enemigos, planifican el
futuro, manifiestan su dolor cuando muere alguien cercano e incluso
mienten si les conviene. Los investigadores del Centro de Investigación
de Primates de Yerkes (EE.UU.) creen además que las criaturas que más se
parecen al ser humano comparten con nosotros otro rasgo que hasta hace
no mucho se nos atribuía en exclusividad: pueden ser altruistas por naturaleza. Un nuevo trabajo de los científicos del parque, entre los que se encuentra Frans de Waal, uno de los primatólogos más conocidos del mundo, insiste en esta idea.
Según describen los investigadores en la revista Proccedings de la Academia Nacional de Ciencias (PNAS) de EE.UU., los chimpancés fueron animados a participar en el juego del Ultimátum,
un juego experimental en el que a un individuo se le propone repartir
con otro un bien, de forma que ambos estén de acuerdo con el resultado
del reparto. Según los investigadores, los monos respondieron de forma
muy parecida a como lo hacen las personas, lo que sugiere «una larga
historia evolutiva de la aversión a la desigualdad, así como una
preferencia por la justicia compartida por el ancestro común de humanos y
simios.
«En el juego, un individuo debe proponer a otro dividirse
una recompensa, y el segundo tiene que aceptar esa división. Los seres
humanos se caracterizan por ofrecer porciones generosas, como el 50% , a
sus socios, y eso es exactamente lo que grabamos en nuestro estudio con
chimpancés», describe Darby Proctor, autor principal de la
investigación.
Según Frans de Waal, «hasta nuestro estudio, se asumía que
el juego del Ultimátum no se podía hacer con animales o que estos
animales elegirían únicamente la opción más egoísta. Hemos llegado a la
conclusión de que el sentido de la justicia de los chimpancés no solo
está muy cercano del humano, sino que los animales pueden tener
exactamente las mismas preferencias que nuestra propia especie».
Para hacer comparaciones, el estudio también se llevó a
cabo por separado con niños humanos. Los investigadores probaron a seis
chimpancés adultos (Pan troglodytes) y a 20 niños de 2 a 7 años en un
juego del Ultimátum modificado. Un individuo elegía entre dos fichas de
diferentes colores que, con la colaboración de su pareja, podrían ser
canjeadas por recompensas (alimentos para los chimpancés y pegatinas
para los niños). Una ficha ofrecía recompensas iguales a ambos
jugadores, mientras que la otra favorecía a la persona que hace la
elección a costa de su pareja. Entonces el que selecciona tiene que
entregar la otra ficha a su compañero, que la necesita para intercambiar
la recompensa con el investigador encargado del experimento. De esta
manera, los dos individuos deben estar de acuerdo.
Como los seres humanos
Tanto los chimpancés y los niños respondieron como suelen hacer los seres humanos adultos. Si la cooperación de la pareja era necesaria, los chimpancés y los niños dividían la recompensa por igual.
Sin embargo, con un socio pasivo, que no tenía ninguna posibilidad de
rechazar la oferta, los chimpancés y los niños elegían la opción
egoísta.
Los chimpancés, que son altamente cooperativos en estado
salvaje, probablemente son sensibles a distribuir las recompensas con
el fin de aprovechar los beneficios de la cooperación. Los
investigadores creen que este estudio abre la puerta a otros nuevos
sobre el mecanismo detrás de comportamientos humanos similares.
Environmental factors may have given invasive house sparrows a genetic leg up in Kenya.Image: Ainars Aunins/Alamy
Two things are thought to be crucial for evolutionary adaptation:
genetic diversity and long periods of time, in which advantageous
mutations accumulate. So how do invasive species, which often lack
genetic diversity, succeed so quickly? Some ecologists are beginning to
think that environmental, or ‘epigenetic’, factors might be modifying
genes while leaving the genome intact.
“There are a lot of different ways for invasive species to do well in
novel environments and I think epigenetics is one of those ways,” says
Christina Richards, an evolutionary ecologist at the University of South
Florida in Tampa.
Although biomedical researchers have been investigating the links
between epigenetics and human health for some time, evolutionary
biologists are just beginning to take up the subject. Richards, who
helped to organize a special symposium on ecological epigenetics at a
meeting of the Society for Integrative and Comparative Biology (SICB) in
San Francisco this month, says that the field has the potential to
revolutionize the study of evolutionary biology.
The nascent field of ecological epigenetics has plenty of challenges standing in its way. The genomes of most wild animals and plants
have not been sequenced so ecologists can’t pinpoint which genes have
been modified. And, because they tend to work outside of controlled
laboratory conditions, researchers have trouble linking those gene
modifications to behavioral changes. Invasive potential
Even so, there are hints that epigenetic diversity could be helping
invasive species to thrive. For instance, Andrea Liebl, a fifth-year
doctoral candidate at the University of South Florida, studies house
sparrows (Passer domesticus) in Kenya, which, as descendants
from a single group, have very little genetic diversity. But when Liebl
combed the genomes of the birds to look for parts that had methyl groups
attached — a key epigenetic marker — she found a high level of
variability across populations. Similarly, in the invasive plant
Japanese knotweed (Fallopia japonica), Richards found that
genetically identical plants — knotweed reproduces clonally — have
different leaf shapes and grow to different heights depending on where
they live. Like the sparrows, the knotweeds exhibited high epigenetic
diversity. Cristina Ledón-Rettig, a molecular biologist at North
Carolina State University in Raleigh, who also helped organize the
symposium, says that mapping the level of epigenetic modification may
reveal “whether a population is going to tank or survive”.
Some critics aren’t ready to accept the links between epigenetics and
invasive species. Jerry Coyne, an evolutionary geneticist at the
University of Chicago in Illinois, says their success can be explained
by well-established evolutionary theories. Sometimes a species moves
into an unoccupied niche, and sometimes a small amount of genetic
diversity goes a long way. “It doesn't have to have a lot of variation
to evolve,” he says. “We have perfectly good other reasons, which are
based on more solid premises, on why invasive species succeed.”
But with the cost of gene sequencing dropping, symposium organizers
predict that research into ecological epigenetics is poised to take off.
There could be several powerful studies coming out that show “how gene
expression changes if the environment changes”, says Aaron Schrey, a
population geneticist at Armstrong Atlantic State University in
Savannah, Georgia.
This article is reproduced with permission from the magazine Nature. The article was first published on January 9, 2013.
El físico Holger Müller y sus colegas de la Universidad de California, en Berkeley (Estados Unidos), han encontrado una forma nueva de medir el tiempo usando átomos de cesio.
Según explican en un artículo publicado en la revista Science,
con este método es posible decir qué hora es usando solo la onda de
materia de un átomo de cesio y se refieren a su método como un reloj de
Compton, porque se basa en la frecuencia de llamada Compton de una onda
de materia.
Así aprovechan el hecho de que, en la naturaleza, la materia puede
ser tanto una partícula como una onda, su método para decir la hora
utiliza las oscilaciones de una onda de materia, cuya frecuencia es
10.000 millones de veces más alta que la de la luz visible.
De momento el nuevo reloj es aún 100 millones de veces menos preciso que los mejores relojes atómicos actuales,
que emplean iones de aluminio. Sin embargo, las futuras mejoras en la
técnica podrían aumentar su precisión hasta alcanzar la de los relojes
atómicos, incluyendo los relojes de cesio que ahora se utilizan para
definir el segundo como unidad de tiempo, asegura el propio
investigador.
"Cuando haces un reloj de pared, hay un péndulo y
un reloj que cuenta las oscilaciones del péndulo. Así que hay algo que
se balancea", explica Müller. "No había manera de hacer un reloj de
ondas de materia, ya que su frecuencia de oscilación es 10.000 millones
de veces más alta que incluso las oscilaciones de la luz visible".
Sin embargo, el año pasado el científico se dio cuenta de que podría
ser capaz de combinar dos técnicas bien conocidas para crear un
mecanismo de relojería y explícitamente demostrar que la frecuencia de Compton de una sola partícula es útil como referencia para un reloj.
Un átomo de cesio que se aleja y luego retorna es menor que
uno que se detiene, por lo que el movimiento de onda de la materia de
cesio oscila menos veces y la diferencia de frecuencia (de alrededor de
100.000 oscilaciones menos por segundo de 10 millones de billones de
billones de oscilaciones, es decir, 3 x 1.025 para un átomo de cesio)
podría ser mensurable.
En el laboratorio, Müller probó que podía medir esta diferencia al permitir que las ondas de materia de los átomos de cesio fijas y en movimiento intervengan en un interferómetro atómico.
"Nuestro reloj tiene una precisión de siete partes por mil millones",
aclara. "Es como medir un segundo de ocho años, casi tan bueno como el
primer reloj atómico de cesio unos 60 años atrás. Tal vez podamos
desarrollarlo más y un día definir el segundo como tantas oscilaciones
de la frecuencia de Compton para una partícula determinada", anuncia.
Müller espera impulsar su técnica para partículas aún más pequeñas,
como los electrones o positrones incluso, en este último caso, con la creación de un reloj de antimateria. Este físico tiene la esperanza de que algún día será capaz de decir la hora usando las fluctuaciones cuánticas en el vacío.