Las reconstrucciones que hacen los paleoartistas son tan buenas y
realistas que nos vemos obligados a preguntarnos si de verdad ganaríamos
algo viajando al pasado. Veríamos las especies en movimiento, sí, pero
hasta eso se consigue ya con las modernas técnicas de animación digital.
Ahora bien, los ruidos producidos por los animales desaparecidos para
siempre, sus gruñidos, rugidos y bramidos, no son fáciles de
reconstruir, y un viaje al pasado nos serviría para ponerle sonido al
documental de la prehistoria.
En el caso de las especies humanas
extinguidas, podríamos de este modo saber qué tipo de sonidos emitían al
comunicarse, si eran parecidos a los nuestros o, por el contrario,
similares a los de los chimpancés, aunque incluso esto puede llegar a
determinarse a través de los fósiles. Pero ni siquiera así sabríamos si
«hablaban», si tenían un lenguaje como el nuestro, porque no seríamos
capaces de decir si las vocalizaciones que producían «significaban»
algo. Nuestra comunicación se realiza a base de símbolos, y detrás tiene
que haber una mente capaz de crearlos y manejarlos. Curiosamente, nunca
ha existido un lenguaje humano universal, ni siquiera «antes de Babel»,
porque cada comunidad acuña su lengua, y de haber tenido los
neandertales lenguaje humano, habría que ver si se entendían los de Asia
Central con los ibéricos. La fragmentación de un idioma es cuestión de
tiempo y distancia.
La reconstrucción que se hacía antiguamente de
los neandertales era la de unos seres muy desgarbados, con las rodillas
flexionadas, pero ya hace mucho tiempo que se sabe que la postura
bípeda completa, del mismo tipo que la nuestra, se alcanzó hace más de
cuatro millones de años, con los primeros australopitecos. Los
neandertales eran más anchos de caderas y de tronco que nosotros, y muy
musculosos, de piernas y antebrazos cortos. La frente era huida, bajo
las cejas había un engrosamiento óseo que hacía que sobresaliesen, y
carecían de mentón.

En esas reconstrucciones antiguas les ponían en todo el cuerpo el
pelo de los chimpancés, y eso los hacía parecer muy primitivos. Hoy se
los representa con cabello y barba, y el resto del cuerpo poco velludo, y
así parecen mucho más humanos. Sin embargo, no hay ningún dato
científico que avale que tenían cabello (es decir, pelo de crecimiento
continuo) y barba (también de crecimiento permanente), ya que nuestra
especie es la única que muestra este tipo de pelo en la biosfera actual.
Quizás algún día nos lo diga la paleogenética (el estudio del ADN de
los fósiles). Si pudiéramos mirar a través del tiempo, resolveríamos de
un vistazo esa duda.
Cualquier fotografía o grabado de un grupo
humano actual o de los últimos siglos, sea cual sea, nos mostrará a sus
miembros más o menos desnudos, pero siempre adornados. La nuestra es una
especie que, además de los rasgos naturales que distinguen a los sexos,
modifica su cuerpo para controlar su imagen, es decir, la forma en la
que los demás nos ven. Eso incluye el modo de arreglarse el pelo y la
barba, las deformaciones a las que en algunas culturas se someten los
labios o los lóbulos de las orejas, o las que se practicaban sobre los
cráneos de los niños pequeños para moldearlos, por no hablar de los aros
para estirar el cuello de las mujeres, los cortes en la piel para
producir cicatrices (escarificación), los tatuajes, las mutilaciones,
las extracciones de dientes o el aguzamiento de los mismos y un largo
etcétera. Si pudiéramos asomarnos al mundo de los neandertales, veríamos
si eran tan humanos como nosotros en estas formas de cambiar el cuerpo.
¿Podemos
imaginar a un neandertal con un enorme plato en el labio inferior?
Parece poco compatible con el tipo de vida que llevaban y su forma de
alimentarse. Sabemos a ciencia cierta que no se arrancaban dientes ni se
los afilaban, ni deformaban el cráneo de sus pequeños, ni se
automutilaban, pero hay otras modificaciones del cuerpo, como la
perforación de la nariz, que no dejan huella en el esqueleto, y nos
quedaremos sin saber si eran prácticas comunes. Y no se trata de una
simple curiosidad, porque estas prácticas culturales son inseparables
del lenguaje simbólico. Si los neandertales se arreglaban el pelo, por
ejemplo, seguro que hablaban.
Pero, además, los humanos de todas
las culturas nos coloreamos el cuerpo y lo decoramos con collares,
pulseras, anillos, pendientes y otros muchos objetos simbólicos. Que los
neandertales se protegían del frío cubriéndose de pieles es seguro,
pero ¿se pintaban el cuerpo? ¿Se colgaban objetos del cuello o alrededor
de la muñeca? ¿Se ponían cintas o plumas en la cabeza? Bastaría con
tener la certeza de que usaban cualquiera de estos elementos para que
supiéramos que su mente era tan simbólica como la nuestra.
Los
neandertales transportaban almagre (óxido rojo de hierro, también
llamado ocre rojo) a sus cuevas y quizá lo utilizasen como pigmento para
pintarse el cuerpo, aunque también podrían darle otros usos. Tal vez se
adornaban con hojas o flores, claro, pero estos elementos vegetales no
perduran y no forman parte del registro arqueológico.
Un tocado de
plumas en la cabeza de un neandertal produciría un gran efecto a
quienes lo vieran, sobre todo si las plumas eran de grandes aves
planeadoras, como las carroñeras y rapaces. Pero las plumas no se
conservan, así que, ¿cómo sabremos si las usaban?
La primera
respuesta a esta pregunta llegó en 2011 de un yacimiento italiano del
Véneto, en los Prealpes, llamado Fumane. Se trata de una cueva que fue
utilizada por los neandertales. Entre los huesos de animales que
transportaron hasta el lugar se encuentran los de diversas especies de
aves. Muchos de ellos son de las alas y tienen rastros de haber sido
rotos intencionadamente, o pelados, y algunos muestran pulidos que
indican que fueron usados. Pero hay seis especialmente interesantes
porque presentan cortes producidos por instrumentos de piedra con objeto
de desarticularlos. Pertenecen a un ala de quebrantahuesos, otra de
cernícalo patirrojo, otra de paloma, dos de chova piquigualda (todos
ellos datados en torno a 44.000 años) y otra de buitre negro (procedente
de un nivel más antiguo). Estas partes del cuerpo no proporcionaban
alimento alguno a los neandertales, por lo que no fueron llevadas a la
cueva para comérselas. Una explicación muy razonable es que usaran las
alas para arrancarles las plumas y utilizarlas como adorno. Eso por lo
menos es lo que piensan los autores de la investigación, dirigida por el
antropólogo italiano Marco Peresani, de la Universidad de Ferrara, y
financiada en parte por National Geographic Society.
En esta gruta
se ha encontrado también una falange ungueal de águila real con marcas
de corte que indican que le extrajeron la garra (uña). Cabe pensar que
también utilizasen las garras para su arreglo personal.
A partir
de esta idea, Fabio Fogliazza, del Laboratorio de Paleontología del
Museo de Historia Natural de Milán, ha imaginado el aspecto de un
neandertal masculino con el pelo cuidadosamente cortado y además
adornado con plumas de quebrantahuesos, de paloma y de chova
piquigualda, sujetas con tiras de piel de corzo. Las orejas han sido
decoradas con cañones de plumas de paloma y se abriga el cuello con una
piel de zorro, de la que cuelgan garras de águila. La cara está pintada
con almagre (color rojo) y óxido de manganeso (color negro).
Para
reconstruir la cabeza el paleoartista ha recurrido a una réplica de un
cráneo neandertal masculino muy completo del yacimiento de La Ferrassie,
en la Dordoña francesa. Por supuesto, no se sabe quiénes utilizaban las
plumas, si eran los hombres, las mujeres o ambos sexos. Tampoco se
tiene idea de qué significaban para los neandertales, pero si tenían
algún significado (edad, estatus social, género, pertenencia a un
grupo...), ya eran objetos simbólicos, una forma de lenguaje codificado
para enviar un mensaje a los demás, la expresión de una mente racional.
Por
otra parte, este no es el único yacimiento que ha proporcionado
indicios del uso de plumas por parte de los neandertales. En tres cuevas
de Gibraltar (Gorham, Vanguard e Ibex) se han encontrado también huesos
de alas de rapaces y de córvidos con señales de haber actuado sobre
ellos. El interés de los neandertales por las alas de las grandes aves
de presa (águilas, halcones) y las carroñeras (quebrantahuesos,
buitres), así como por los córvidos, es muy notable, y se extiende a
otros muchos yacimientos de Europa, como han mostrado en un estudio de
2012 Clive Finlayson y otros autores. Finalmente, en dos cuevas de
Francia (Combe-Grenal y Les Fieux) se han hallado falanges de águila
real y de pigargo (otra gran rapaz) con las mismas características
(marcas de corte) que las de Fumane.
El consumo de aves por
neandertales arcaicos ha sido atestiguado en el yacimiento valenciano de
Bolomor, en un estudio encabezado por la arqueóloga Ruth Blasco, que
constituyó una gran sorpresa el año pasado porque hasta entonces se
pensaba que los animales pequeños solo habían sido objeto de caza
sistemática por humanos más modernos, mucho después de la extinción de
los neandertales. Sin embargo, el interés de estos por las rapaces,
especies siempre poco abundantes por hallarse en la cúspide de la
pirámide ecológica y de escaso o nulo valor alimenticio, tiene que
obedecer a razones que no son la obtención de calorías. Y el valor de
las plumas con fines de adorno es una hipótesis muy digna de ser tenida
en cuenta.
Estas teorías cambian la imagen de los neandertales,
nunca mejor dicho. No hay más que ver la reconstrucción del neandertal
con tocado de plumas para imaginarse a un ser humano como nosotros.
Además, sabemos que hacían fuego, eran expertos tallando la piedra y su
economía no era diferente de la de sus contemporáneos de nuestra
especie. También enterraban a los muertos y hasta parece que llevamos
unos pocos genes suyos (menos los africanos que viven al sur del
Sahara). Hay ya muchos indicios que parecen probar que la mente
consciente, simbólica y capaz de expresarse a través del lenguaje no es
exclusiva de
Homo sapiens y que no es cuestión de todo
(nosotros) o nada (las demás especies). Pero también es posible, y abre
una fascinante perspectiva, que los neandertales tuvieran otro tipo de
mente consciente, una mentalidad diferente.