jueves, 17 de febrero de 2011

¿Por qué cooperamos?

Paco Puche recurre en este artículo a diferentes perspectivas científicas para dar respuesta a una pregunta que en realidad es una certeza: la de que el humano es básicamente un animal que hace de la cooperación el eje de su supervivencia. Ya Kropopkin nos anticipaba que en la naturaleza, además de la lucha mutua, “se observa al mismo tiempo, en las mismas proporciones, o tal vez mayores, el apoyo mutuo, la ayuda mutua, (…) de manera que se puede reconocer la sociabilidad como el factor principal de la evolución progresiva”. En la actualidad, el psicobiólogo Michael Tomasello se expresa con igual contundencia: “Los Homo sapiens están adaptados para actuar y pensar cooperativamente en grupos culturales hasta un grado desconocido en otras especies”.

La vida no conquistó el planeta mediante combates, sino gracias a la cooperación. Las formas de vida se multiplicaron y se hicieron más complejas asociándose a otras, no matándolas - Lynn Margulis (1)
La pregunta que abre este artículo no expresa una duda sino que encierra una afirmación: somos cooperadores. Se trata de averiguar sus fundamentos.
Y parecería más lógico, dado el mundo en que estamos viviendo, hacerse otras preguntas más coherentes con ese mundo, como por ejemplo ¿es la competencia la clave de la existencia?, o ¿somos realmente egoístas por naturaleza?, o alguna otra de este tenor.
La talentosa microbióloga Lynn Margulis, con la que nos hemos auxiliado para abrir este trabajo, nos propone una respuesta general para la vida basada en la cooperación y en la asociación. No estamos solos en este empeño.
En realidad todo esto no es muy novedoso. Ya Kropopkin (2) nos anticipaba que en la naturaleza, además de la lucha mutua, “se observa al mismo tiempo, en las mismas proporciones, o tal vez mayores, el apoyo mutuo, la ayuda mutua, (…) de manera que se puede reconocer la sociabilidad como el factor principal de la evolución progresiva”. En la actualidad, el psicobiólogo Michael Tomasello (3) se expresa con igual contundencia: “Los Homo sapiens están adaptados para actuar y pensar cooperativamente en grupos culturales hasta un grado desconocido en otras especies”.
¿Cómo se compagina esto con la ideología dominante en la ciencia evolutiva adherida a la “supervivencia del más fuerte”, al “gen egoísta” o “la naturaleza roja en diente y garra” de Tennyson (4)? ¿Y cómo se compadece con un sistema económico dominante en países industrializados, en el que rige la competitividad y la máxima ganancia como faros que guían su actividad? Éstas son unas de las grandes contradicciones de nuestro tiempo.
De la naturaleza asesina a la simbiótica
La vida es autopoyética (del griego autos -él mismo- y poiesis- creación-) y, como la etimología del nombre indica, consiste en la propiedad de hacerse a sí misma; es decir en esa cualidad por la que todos los seres vivos realizan actividades dinámicas de autoproducción y automantenimiento. Estos procesos se hacen incorporando materia nutrientes y energía del exterior y, una vez iniciados, no pueden interrumpirse. Si la autopoyésis cesa la célula muere.
La vida, en ese afán constitutivo por sobrevivir, lleva implícito el imperativo reproductor. Este impulso reproductivo de la vida tiende a hacerse de forma geométrica o exponencial, por lo que en un mundo finito, el potencial biótico de todos los seres vivos es mayor que los que pueden sobrevivir. La vida por tanto es expansión y extinción al mismo tiempo. Darwin dio a este proceso de supervivencia diferencial el nombre de “selección natural”. Por ejemplo, una sola bacteria de división rápida puede hacerlo cada veinte minutos; si no encontrara límites, en cuatro días de crecimiento alcanzaría la cifra de 2888 que es mayor que el número de protones que, según los físicos (5) existen en el universo.
La definición poética de Margulis (6) sobre lo que es la vida es muy aclaratoria: “la vida es una extensión del ser hacia la próxima generación, la próxima especie. Es el ingenio para sacar el máximo partido de la contingencia”.
¿Cómo se hace esa “purga” diferencial entre seres vivos?
La selección natural, es decir la capacidad de sobrevivir de un organismo y de producir descendencia, opera a través de las condiciones físicas del entorno y de la interacción con los otros moradores con los cuales ha de coexistir. “La selección natural es la que incesantemente elimina a los seres cuya forma, cuya fisiología, cuyo comportamiento y cuya química no resultan adecuados para un medio dado en un tiempo y lugar determinados (7)”.
Las interacciones entre los organismos de la misma especie o de otra, con los que ha de coexistir, y entre especies pueden ser de muchas maneras, no sólo de competencia como entiende la economía vulgar. El siguiente esquema resume todas ellas.

Como se ve, estos autores describen hasta trece interacciones entre organismos y especies de las cuales dos, el mutualismo y la cooperación son beneficiosas para ambos; otras dos, el comensalismo y el inquilinismo, son beneficiosas para uno y neutras para el otro; tres, parasitismo, depredación y herbivorismo benefician a unos y perjudican a los otros; y el resto, o son neutras o perjudican a algunos.
Veamos algunas de estas interrelaciones
La competencia denota la lucha por la misma cosa. Una veces resulta excluyente, entonces una especie (u organismo) es, o bien eliminada, o bien obligada a buscar otro hábitat, o bien se adapta a la coexistencia reduciendo la presión competitiva a través de cambios fisiológicos, conductuales o genéticos o, en fin, se reparten la insuficiencia viviendo juntas a densidades reducidas. Hay pues dos grandes posibilidades: una de exclusión competitiva y otra de coexistencia.
Los trabajos de Den Boer en 1986, que revisó la competencia, concluyen que “la coexistencia es la regla y la exclusión competitiva completa es la excepción (8)”.
El herbivorismo y la depredación es una interrelación alimenticia (trófica) y aunque el organismo que sirve de alimento pierde, desde el punto de vista de la población contribuye a prevenir la sobrepoblación de la presa con lo que mejora la calidad de vida del conjunto. Existen pruebas de que las vastas manadas de antílopes en las planicies del este de África facilitan la producción de hierba; la producción primaria neta es mayor con los herbívoros que sin ellos. “Cuanto más tramas alimentarias se estudian, tanto más asociaciones mutuamente benéficas se descubren. La competencia y la depredación (incluido el infanticidio) tiene su lugar pero la supervivencia a menudo depende de la cooperación (9)”. Igualmente, cuando hay una historia evolutiva común, llamada coevolución, se puede enunciar el siguiente principio general: “los efectos limitantes y perjudiciales de la depredación y del parasitismo tienden a ser reducidos, y los efectos reguladores a ser amplificados (…) En otras palabras, la selección natural tiende a reducir los efectos adversos en ambas poblaciones interactuantes (10)”. El hecho de que los continentes siempre están verdes, es decir que siempre tengan vegetación, significa que los herbívoros en general no están limitados por la comida. Y las plantas al disponer de gran cantidad de energía compensan fácilmente la masa ingerida por los herbívoros, por lo que sus límites son sólo de espacio (11).
La exponencialidad expansiva está limitada por las relaciones tróficas y por la inaptitud en relación al medio, pero también por una suerte de distintas estrategias de autocontención en el crecimiento y, sobretodo, por unas tendencias acusadas de cooperación y coexistencia: eso es lo que llamamos simbiosis.
La vida como simbiosis
Después de haber echado esa rápida mirada por las interrelaciones entre seres vivos en las que por definición alguien pierde (resulta inevitable en esa tensión entre proliferación y límites naturales) y ver que la cooperación y la coexistencia incluso en ellas tiene algo o mucho de beneficio mutuo, podemos concluir que la vida, si tenemos en cuenta, además, las muchas relaciones de mutualismo que existen, es un proceso de expansión, extinción -como hemos visto- pero sobretodo de simbiosis (13).
En un prestigioso manual de biología de iniciación universitaria (14) se acepta la teoría simbiótica de Lynn Margulis relativa al paso fundamental de la vida desde los organismos provistos de células procariotas, sin núcleo (reino de las Moneras (15) formado por bacterias) a de los organismos con células eucariotas (reino de las Protoctistas, los Hongos, Los Animales y las Plantas), que son células con núcleo.
Este paso se dio por la fusión de bacterias que desarrollaron una relación de simbiosis y al final perdieron su capacidad de vivir fuera del huésped como organismos independientes. Esto ocurrió hace unos 2.000 millones de años y el resultado fueron los primeros protoctictas (amebas, plancton, algas, etc.). Esta gran división en el mundo vivo, según el tipo de células, fruto de una simbiosis es la mayor discontinuidad presente en este planeta y constituye la división fundamental de los seres vivos. Así pues, procariotas y eucariotas forman los dos supergrupos de la vida en la Tierra.
Plantas, hongos y animales surgen todos del microcosmos. Por debajo de nuestras diferencias superficiales todos somos comunidades andantes de bacterias.
Los fósiles más antiguos de bacterias datan de hace 3.500 millones años, en cambio los fósiles más antiguos de eucariotas sólo tienen 800 años. Pero lo más llamativo es que “además de ser las unidades básicas estructurales de la vida, también se encuentran en todos los demás seres que existen en la Tierra, para los que son indispensables. Sin ellas, no tendríamos aire para respirar, nuestro alimento carecería de nitrógeno y no habría suelos dónde cultivar nuestras cosechas (16)”.
El sesenta por ciento de la historia de la vida corresponde a las bacterias en solitario, por eso lo han inventado casi todo: la fermentación, la fotosíntesis, la utilización de oxígeno en la respiración, la fijación del nitrógeno atmosférico y la transferencia horizontal de genes. El resultado ha sido “un planeta que ha llegado a ser fértil y habitable para formas de vida de mayor tamaño gracias a una supraorganización de bacterias que han actuado comunicándose y cooperando a escala global (17)”.
En el caso de los virus, veamos los datos más recientes al respecto: “el número estimado de virus en la Tierra es de cinco a veinticinco veces más que el de bacterias. Su aparición en la Tierra fue simultánea con la de las bacterias y la parte de las características de la célula eucariota no existentes en bacterias se han identificado como de procedencia viral. Las actividades de los virus en los ecosistemas marinos y terrestres son, al igual que las de las bacterias, fundamentales. En los suelos, actúan como elementos de comunicación entre las bacterias mediante la transferencia genética horizontal, en el mar tienen actividades tan significativas como estas: en las aguas superficiales del mar hay un valor medio de 10.000 millones de diferentes tipos de virus por litro, su papel ecológico consiste en el mantenimiento del equilibrio entre las diferentes especies que componen el plancton marino (y como consecuencia del resto de la cadena trófica) y entre los diferentes tipos de bacterias, destruyéndolas cuando las hay en exceso (18)”.
Todos los líquenes- que se estima que hay unas 25.000 clases- son el resultado de asociaciones simbióticas entre hongos y algas, seres vivos que no se parecen en nada. Hoy día se sabe que una cuarta parte de los hongos documentados están “liquenizados”, es decir necesitan vivir fotosintéticamente en asociación con algas.
Las micorrizas son protuberancias simbióticas producidas por la alianza de un hongo y una planta en las raíces de ésta. El hongo suministra nutrientes minerales (fósforo y nitrógeno del suelo) y las plantas le proporcionan alimento fotosintético. Hay micorrizas en las raíces de más del 95% de las especies vegetales (19). Este hecho ha llevado a decir a algunos biólogos que “los vegetales se formaron a partir de la simbiosis entre algas y hongos (20)”.
Nosotros, los seres humanos, no podemos sintetizar vitaminas B o K sin nuestras bacterias intestinales, que suponen el equivalente a un 10% del peso de nuestro cuerpo seco (21). Los rumiantes y las termitas descomponen la hierba y la madera por las bacterias fermentadoras que nadan en sus aparatos digestivos. Algunas algas viven en el interior de gusanos planos que tienen la boca atrofiada porque las algas le suministran el alimento, y “toman el sol” en vez de buscar comida.
La Biosfera y la hipótesis Gaia
Entendemos por Naturaleza el conjunto del Planeta inserto en su sistema solar y especialmente a lo que llamamos biosfera (22), la esfera donde hay vida, que es ese espacio planetario que abarca la superficie de su corteza y que se distribuye a lo largo de un eje vertical de, digamos, ocho kilómetros arriba y catorce abajo desde la superficie marina, un 0,0007 del volumen del planeta. En ella viven más de treinta millones de tipos de organismos, especies y cepas bacterianas, descendientes todas de antepasados comunes e interactuantes entre sí; es lo que llamamos “biota”.
El científico Lovelock, en 1969, formuló una hipótesis según la cual este gran “organismo”, la biosfera, que él denominó Gaia (23), constituye un sistema autorregulado con capacidad para mantener la salud de nuestro planeta mediante el control del entorno físico y químico que lo hace óptimo para la vida (24).
Por ello podemos decir que “la vida no está rodeada por un medio esencialmente pasivo al cual se ha adaptado, sino que se va construyendo una y otra vez su propio ambiente” (25).
De la Biosfera a la antroposfera
Recuperado del ataque copernicano y de la agresión darwiniana, el antropocentrismo ha sido barrido por el soplo de Gaia. Lejos de desilusionarnos deberíamos regocijarnos de nuestra relativa escasa importancia y de nuestra completa dependencia de una biosfera que ha tenido siempre una vida enteramente propia (26).

Resulta de nuevo incómodo que nuestra especie sapiens sapiens, como se ha autodenominado, convencida de ser elegida a imagen y semejanza de Dios y tentada desde los mitos originales a ser como dioses, pase a ser una especie prescindible para el gran concierto de la vida de la biosfera, entre otras cosas porque es una recién llegada.
No existen pruebas de que el ser humano sea el supremo administrador de la vida sobre la tierra, pero existen, en cambio pruebas para demostrar que somos el resultado de una recombinación de poderosas comunidades bacterianas con una historia de miles de millones de años.
Es sugerente que la palabra para denominar la Tierra hace miles de años, en lenguas indoeuropeas, fuese dhghem. De ella surgió la palabra humus, que es el trabajo de las bacterias en el suelo, y de la misma raíz surgieron humilde y humano.
Desde esa humildad centrémonos ahora en la esfera humana o antroposfera.
El género Homo no es ni más ni menos que una adaptación de un homínido a la sequía, lo que demuestra el papel esencial del medio ambiente en la emergencia del género humano. Es evidente también su pertenencia al mundo animal y su parentesco con los grandes simios, siendo la parentela más cercana la de los chimpancés y la de los bonobos y dado que estos primates son tropicales, el hombre es de origen tropical y africano. El homo sapiens sapiens desciende del homo erectus y tiene como máximo 200.000 años (27).
El altruismo, entendido como ayuda al otro en perjuicio propio, es corriente en nuestra especie: todos los días alguien ayuda a una anciana a cruzar un paso de cebra, aunque llegue tarde al trabajo, y se dan casos de gente que arriesga su vida por ayudar a otros como ocurre en las grandes catástrofes o persecuciones. Frans de Waal sostiene (28) que “las primeras sociedades humanas deben de haber tenido terreno abonado para la ‘supervivencia de los más desinteresados’ en relación con la familia y los benefactores recíprocos potenciales”. Ese mutualismo ampliado convirtió la compasión en un fin en si mismo viniendo constituirse en parte de nuestra humanidad, y por eso es la piedra angular de lo que consideramos moralidad humana.
En la pasada década se descubrieron en unos primates un singular grupo de neuronas que se activaban simplemente cuando se contemplaba el movimiento de otros monos, se les llamó neuronas espejo. Se ha comprobado que también existen en el cerebro de los humanos y que también permiten hacer propias las acciones, sensaciones y emociones de los demás. Constituyen la base neurológica de la empatía, lo que demuestra que somos seres profundamente sociales (29).
Frans de Waal, el famoso primatólogo holandés, fruto de sus experiencias con primates, ha hecho una aproximación a la naturaleza del homo sapiens sapiens. Considera que nada es tan desolador como las páginas escritas sobre nosotros mismos en las últimas tres décadas.
La metáfora repetida hasta la saciedad (30) que asemeja al hombre con el lobo (homo homini lupus) es cuando menos lo contrario de lo que pretende decir. Los lobos son unos de los cooperadores más gregarios y leales del mundo animal; tan leales que nuestros antepasados tuvieron la sabiduría de domesticarlos. Trabajan en equipo y al volver de sus cacerías regurgitan carne para alimentar a las madres, a los jóvenes y a los viejos que se quedaron atrás. La metáfora dice lo que dice.
“Ya está bien de la supervivencia del más apto” exclama de Waal (31), y continúa: “hay mucho de eso, por supuesto,(… pero para los primates) llevarse bien con los demás es una aptitud capital, porque las posibilidades de supervivencia fuera del grupo, merced a predadores y vecinos hostiles, son ínfimas”.
Los primates que de Waal ha estudiado con más detenimiento han sido los chimpancés y los bonobos (32), el denominado género Pan. Ambas especies son las más próximas al homo sapiens, con ellas compartimos la mayor parte de nuestros genes y son nuestros parientes más próximos en el árbol evolutivo del género humano; se separaron de nosotros hace unos 5,5 millones de años.
Los chimpancés tienen un comportamiento jerárquico y violento, los bonobos son por el contrario pacíficos y resuelven sus disputas manteniendo relaciones sexuales. La brutalidad y el afán de poder del chimpancé contrasta con la amabilidad y el erotismo del bonobo. Los chimpancés pueden ser violentos como hemos dicho pero sus comunidades tienen, al mismo tiempo, poderosos mecanismos de control, en cambio los bonobos, maestros de la reconciliación, no se privan de pelear, pero los mordiscos y golpes con ensañamiento es raro entre ellos. Hay conflictos pero la supervivencia y la armonía dependen de la capacidad para superarlos.
Las sociedades de chimpancés están dominadas por los machos pero en las de bonobos la dominación colectiva femenina es bien conocida. Esto explica sus diferencias notables en cuanto a la agresividad. En general, la empatía está más desarrollada en el sexo femenino que en el masculino. En efecto, en 180 millones de años de evolución de los mamíferos, las hembras que respondían a las necesidades de sus retoños se reproducían más que las madres frías y distantes, porque el cuidado parental es inseparable de la lactancia, de ahí esta diferencia natural entre los sexos, a efectos de ternura y agresividad, entre mamíferos. “Entre los bonobos no se producen guerras a muerte, apenas cazan, los machos no dominan a las hembras, y hay mucho, mucho sexo (…) los bonobos hacen el amor no la guerra. Son los hippies del mundo primate”.
Concluye De Waal que “que tener afinidades cercanas con dos sociedades tan distintas como la del chimpancé y la del bonobo resulta extraordinariamente instructivo. Nuestra propia naturaleza es un tenso matrimonio entre ambas. Nuestro lado oscuro es tristemente obvio: se estima que sólo en el siglo XX, 160 millones de personas perdieron la vida por causa de la guerra, el genocidio o la opresión política (…). Pero también somos criaturas intensamente sociables que dependen de otras y necesitan la interacción con sus semejantes para llevar vidas sanas y felices” (33).
La agresividad humana en el siglo XX no es extensible a todas las épocas porque no hay evidencia sobre el asunto, más bien se puede afirmar que “los grupos de cazadores-recolectores contemporáneos coexisten en paz la mayor parte del tiempo (…porque) la guerra no es un impulso irreprimible. Es una opción” (34).
Los descubrimientos de una arqueóloga eminente, Marija Gimbutas (35), que ha realizado sus trabajos en la por ella llamada Vieja Europa (zona que comprende parte de Italia, Grecia, los Balcanes, parte de Turquía y las desembocaduras del Danubio y el Dniester), ha podido comprobar que durante cientos de años, más de mil quinientos, en el neolítico, no hay restos ni señales de guerra alguna.
En la glosa que Rainer Eisler (36) ha hecho de los descubrimientos de la citada arqueóloga, nos dice que no han aparecido ni imágenes de “nobles guerreros” o escenas de batalla, tampoco huellas de “heroicos conquistadores” arrastrando a su cautivos encadenados, u otras evidencias de esclavitud, ni trazas de poderosos gobernantes que acarrean consigo a la otra vida a otros seres, como en la cultura egipcia. Tampoco se han encontrado grandes depósitos de armas, ni fortificaciones militares.
“La evidencia arqueológica deja pocas dudas acerca del rol esencial de la mujer en todos los aspectos de la vida de la Europa Antigua”. Todo esto coincide con que las miles de piezas descubiertas en esta zona, como en el caso de las cuevas del paleolítico y en otros sitios neolíticos del Cercano y Medio Oriente, las estatuillas y símbolos femeninos ocupaban el lugar principal (37) (Eisler:15-16-17). El arte de la Vieja Europa -en su mayoría obra de mujeres, según Gimbutas- rinde homenaje a la vida y a este mundo.
La vida en común
El antropólogo Tzvetn Todorov (38) se reafirma en las conclusiones evolutivas sobre la sociabilidad humana. El dice que lejos de ser algo contingente, no necesario, es la definición misma de la condición humana. Significa eso que tenemos una necesidad imperiosa de los otros y no para satisfacer nuestra vanidad sino que “marcados por una incompletad original, les debemos nuestra existencias misma”. Qué lejos queda la invocación a cualquier tipo de individualismo.
Las propuestas de la economía feminista van en este sentido. En otro trabajo anterior sobre este asunto decíamos: “En cuanto a la atención a la dependencia, la economía feminista no niega esta necesidad social, pero va mucho más allá. No quiere que se considere esta atención de forma paternalista o unilateral, dividiendo el mundo entre los/as “dependientes” y los/as “autónomos” porque considera, y con razón, que lo que somos es interdependientes. No se trata de generosidad, o de incapacidad, que también, sino de la visión más holística de que todos/as nos necesitamos y de que todos/as somos seres frágiles y contingentes y por tanto lo que se practica en este tipo de cuidados es una fórmula de reciprocidad, es el “hoy por ti y mañana por mí” que lo voy a necesitar, casi seguro que en distinto grado y consideración. Pero aún más, no hay que esperar a mi mañana necesitado, “dependiente”, porque hoy mismo, ahora mismo, todos necesitamos recibir cuidados, por tanto también que dar cuidados. Evidentemente, las situaciones especiales, exigen atenciones apropiadas. Somos seres sociales y afectivos. Somos más homo reciprocans que homo economicus” (39).
Esta interdependencia no es sólo material es, sobretodo, reconocimiento del otro y hacia el otro. Es la confianza en uno mismo, tan indispensable para la vida moral como el aire que respiramos, que es esencialmente una imagen positiva que los otros tienen de uno mismo y que yo he interiorizado. De aquí que la sanción social sea indispensable para reforzar los vínculos de la comunidad y que la impunidad sea tan mal vista por los afectados de maldades.
Los trabajos de Michael Tomasello, codirector del Instituto de Antropología Evolutiva de Leipzig, observando a niños de 1 a 3 años, llegan a la conclusión que los niños “a partir del primer años de vida -cuando empiezan a hablar y a caminar y se van transformando en seres culturales-, ya muestran inclinación por cooperar y hacerse útiles en muchas situaciones. Además no aprenden esta actitud de los adultos: es algo que les nace (…) son altruistas por naturaleza y esa predisposición es la que intentan cultivar los adultos, pues los niños también son egoístas por naturaleza. Porque todos los organismos viables deben tener algún rasgo egoísta; deben preocuparse por su propia supervivencia y bienestar. El afán de cooperar (40) y ser útiles descansa sobre esos cimientos egoístas” (41).
Además de las anteriores conclusiones, realizadas a través de la observación del comportamiento de los niños, Tomasello advierte que los seres humanos tenemos una característica fisiológica sumamente rara y es que “el blanco del ojo, la esclerótica, es casi tres veces más grande que en las más de otras 200 especies de primates, pues todos ellos tienen los ojos prácticamente oscuros. Este carácter específico humano hace que la dirección de la mirada de un individuo sea fácilmente detectable por los demás, lo que puede suponer una ventaja para éste en descubrir depredadores o alimentos, y también para mí. Este “ojo colaborativo” solo pudo ser un producto evolutivo de un entorno social cooperativo (42).
Como consecuencia “las hazañas cognitivas de nuestra especie, sin excepción no son productos de individuos que obraron solos sino de individuos que interactuaban entre si, y lo dicho vale para las tecnologías complejas, los símbolos lingüísticos y matemáticos, y las más complicadas instituciones sociales (…) El origen de la cultura se deriva del hecho de que los seres humanos se hayan puesto a pensar juntos para llevar a cabo actividades cooperativas” (43).
Los bienes comunes (44)
Después de todo lo expuesto anteriormente podemos concluir que: pertenecemos a un mundo vivo simbiótico, autoorganizado y con un éxito cifrado en 3.500 millones de años de permanencia, a pesar de que el 99% de las especies han desaparecido; con unos antecedentes humanos (los bonobos) colaboradores y pacíficos, además de los violentos (los chimpancés); por ello el mundo de la vida es mucho más que egoísmo, competencia y violencia: podemos desarrollar mucha amistad y cooperación.
Resulta raro que los tópicos contrarios estén tan extendidos en el mundo industrializado y que las situaciones de violencia, egoísmo y competencia feroz estén tan presentes en el mundo de hoy.
Pero, en contra de lo que parece y de lo que la teoría estándar predice, en la historia de la humanidad lo que ha prevalecido es la vida en común, los bienes comunales, y la autogestión de los mismos (45).
¿Por qué NO cooperamos?
Una de las razones es la de nuestras verdades rotundas procedentes de parte del imaginario colectivo occidental. Una rama de este pensamiento está anclada en la idea de la naturaleza caída que necesita ser salvada del pecado original, o en la del gen egoísta, y sostiene la maldad y el egoísmo intrínseco del homo sapiens sapiens. Como decía Simone de Beauvoir (46): “este mundo es un mundo de pillos y de tontos, presa de agitaciones desprovistas de fines y de sentido. El hombre es un animal maléfico y estúpido”. Y un autor moderno (47), que se supone progresista, escribía hace unos días que: “Con estos tres experimentos, las conclusiones son obvias. El chimpacé es una especie que por mucha hambre que tenga mayor es su mezquindad. Que los pocos bonobos que aún viven (…) saben de altruismo y de buen vivir. Y que el ser humano desciende del chimpancé”.
Claro, que la insigne Beauvoir añadía a sus anteriores comentarios: “Esta es la filosofía de los pensadores de derecha”.
No obstante se mantiene la perplejidad, porque “es irónico que los últimos avances de las ciencias humanas subrayen nuestra capacidad para cooperar, nuestra preocupación por el bienestar de los demás y nuestras inclinaciones altruistas, precisamente en una época en la que todos tenemos pruebas más que abundantes del daño que los seres humanos pueden inflingirse mutuamente” (48).
A la pregunta anterior (¿por qué no cooperamos aquí y ahora, estando coevolucionados para hacerlo?) responderé en otro artículo. Como en una novela de la vida por entregas. www.ecoportal.net
Paco Puche, Librero y ecologista. España. Colaborador de la revista El Observador
Notas y Bibliografía:
1 - Margulis, L. (2002). Una revolución en la evolución, Universitat de València, p.108
2 - Kropotkin, P. (1989), El apoyo mutuo, Ediciones Madre Tierra (de la edición inglesa original de 1902) p. 43 y 86
3 - Tomasello, M. (2010). ¿Por qué cooperamos?, Katz Editores, p. 17
4 - Tennyson, A. (1850), In Memoriam, canto 56
5 - Margulis, L. y Sagan, D. (1995), Microcosmos, Tusquets Editores, pp. 92 y80
6 - Margulis, L.y Sagan, D. (1996), o.cit. p.117
7 - Margulis, L. y Sagan, D. (2003). Captando genomas. Una teoría sobre el origen de las especies, Kairos, p. 29
8 - Odum, E. P. y Sarmiento, F. O. (1997), Ecología. El puente entre ciencia y sociedad, McGraw-Hill, p.188
9 - Odum, E.P. (1992). Ecología. Bases científicas para un nuevo paradigma, Ediciones Vedra, p.171
10 - Odum, E. P. y Sarmiento, F. (1997), o. cit., p. 108
11 - Ibídem, p. 196
12 - Peñuelas, J. (1988). De la biosfera a la antroposfera. Una introducción a la ecología, Barcanova, p.114-115
13 - Aquí tomamos el término de “simbiosis” en su sentido de vida en común con beneficio mutuo, similar al de mutualismo, y no una como mera interacción.
14 - Villee y otros ( 1992). Biología, Interamericana-McGraw Hill, (2ªedición española de la original americana de 1989) p. 433 y 98
15 - Ibídem, p. 503 y ss.
16 - Margulis, L. (2002). o.cit. p.108
17 - Margulis, L. y Sagan, D. (1995), o.cit. p.51
18 - Sandín, M. (2011), “La guerra contra bacterias y virus: una lucha autodestructiva”, Biodiversidad en América Latina y el Caribe, Nº 243, 7 de enero
19 - Margulis, L. y Sagan, D. (1996),o.cit. p. 148
20 - Margulis, L. y Sagan, D. (1995), o.cit. p. 190
21 - Después de limpiarnos los dientes quedan más bacterias en nuestra boca que habitantes hay en la ciudad de Nueva York
22 - Vernadsky, V. (1997). La biosfera, Fundación Argentaria (edición original rusa de 1926), p.9
23 - Gaia es el nombre de la Madre tierra para los griegos. El himno homérico XXX dice así: Canto a Gaia, madre de todas las cosas, la antigua / firmemente asentada en sus fundamentos, que nutre / todo cuanto hay vivo en la tierra; lo que camina sobre el suelo / y lo que avanza por el mar o vuela por el aire. Todo vive , / oh Gaia, por ti; de ti reciben los hombres sus hijos / y los frutos tan hermosos; en ti está el dar la vida y tomarla / a los hombres mortales…”
24 - Lovelock, J.E. (1985). Gaia. Una nueva visión de la vida sobre la Tierra, Ediciones Orbis, p.10 y 23
25 - Margulis, L. y Sagan, D. (1995). o. cit. p.290
26 - Margulis, L. (2002). o. cit.p. 273
27 - Coppens, Y. (2009). La historia del hombre. La gran aventura de la especie humana: huellas, fósiles y herramientas, Tusquets, p. 230,139,142
28 - De Waal, F. (2005). El mono que llevamos dentro , Tusquets, p. 178
29 - Riechmann, J. (2009).La habitación de Pascal. Ensayos para fundamentar éticas de suficiencia y políticas de autocontención, Los Libros de la Catarata, p.252
30 - De origen romano, popularizada por Hobbes en el siglo XVII
31 - De Waal, F. (2005). o. cit. p. 231
32 - Los bonobos fueron descubiertos en 1929, antes se consideraban como chimpancés pigmeos
33 - De Waal, F. (2005). o.cit. p.16-17-36-40-41-110-111-112-229
34 - De Waal, F. (2005). o. cit. p. 38-144--248
35 - Gimbutas, M. (1991). Diosas y dioses de la vieja Europa 7000-3500 a.C.: mitos, leyendas e imaginería, Ediciones Istmo.
36 - Eisler, R. (1990). El cáliz y la espada. La alternativa femenina, Editorial. Cuatro Vientos-Martínez de Murguía, pp.19,20
37 - Ibídem, pp. 15 a 17
38 - Todorov, T. (2008).o.cit. p. 33
39 - Puche,P. (2010). “La economía feminista como paradigma alternativo”, El Observador,11 de marzo
40 - La cooperación se entiende como actividades en común de carácter mutualista: todos nos beneficiamos. Esta disposición puede ser la cuna del altruismo humano, que es sacrificarse por otro.
41 - Tomasello, M. (2010).o. cit. pp 24, 25 y 69
42 - Ibídem, p. 96
43 - Ibídem, pp. 17 y 118
44 - Ver mi trabajo “El gobierno de los bienes comunes”, aparecido en el Observador, nov. 2010
http://www.revistaelobservador.com/index.php?...
45 - Puche, P. (2010), “ El gobierno de los bienes comunes” El Observador 2.11.2010
http://www.revistaelobservador.com/index.php?option...
46 - Beauvoir,S. (1955), El pensamiento político de la derecha, p. 15
http://www.sindominio.net/~bricolaje/TERESA/Simonedebeauvoir.pdf
47 - Duch, G. (2011), “¿De qué mono desciende el hombre?”, Rebelión 20.01.2011
48 - Tomasello, M. (2010).o. cit. p.127

Steven Pinker on the myth of violence

martes, 15 de febrero de 2011

Nurturing Nests Lift These Birds to a Higher Perch


Amid all the psychosocial caterwauling these days over the relative merits of tiger mothers and helicopter dads, allow me to make a pitch for the quietly dogged parenting style of the New Caledonian crow.

New Caledonian crows are renowned for their toolmaking skills.
In the complexity, fluidity and sophistication of their tool use, their ability to manipulate and bird-handle sticks, leaves, wires, strings and any other natural or artificial object they can find into the perfect device for fishing out food, or fishing out second-, third- or higher-order tools, the crows have no peers in the nonhuman vivarium, and that includes such textbook dexterous smarties as elephants, macaques and chimpanzees.
Videos of laboratory studies with the crows have gone viral, showing the birds doing things that look practically faked. In one famous example from Oxford University, a female named Betty methodically bends a straight piece of wire against the outside of a plastic cylinder to form the shape of a hook, which she then inserts into the plastic cylinder to extract a handled plug from the bottom as deftly as one might pull a stopper from a drain. Talking-cat videos just don’t stand a chance.
So how do the birds get so crafty at crafting? New reports in the journals Animal Behaviour and Learning and Behavior by researchers at the University of Auckland suggest that the formula for crow success may not be terribly different from the nostrums commonly served up to people: Let your offspring have an extended childhood in a stable and loving home; lead by example; offer positive reinforcement; be patient and persistent; indulge even a near-adult offspring by occasionally popping a fresh cockroach into its mouth; and realize that at any moment a goshawk might swoop down and put an end to the entire pedagogical program.
Jennifer C. Holzhaider, the lead author on the two new reports, said that in one year of their three-year field study, the crows they were following gave birth to a total of eight chicks.
“We thought, yay, we’ll have eight juveniles we can watch,” she said. But the goshawks, the rats, the owls and the torrential rains took their toll, and only one of those eight chicks survived. “It’s a hard life in the jungle; that’s all there is to it,” said Dr. Holzhaider.
By studying the social structure and behavior of the crows and the details of their difficult daily lives, the researchers hope to gain new insights into the evolution of intelligence, the interplay between physical and social skillfulness, and the relative importance of each selective force in promoting the need for a big animal brain.
The researchers want to know why it is that, of the 700 or so species of crows, ravens, rooks, jays and magpies that make up the world’s generally clever panoply of corvids, the New Caledonian crow became such an outlier, an avian savant, a YouTube top of the line.
“It’s a big puzzle,” said Russell D. Gray, head of the Auckland lab. “Why them? Why is this species on a small island in the Pacific able to not just use but to manufacture a variety of tools, and in a flexible rather than a rote or programmatic way? Why are they able to do at least as well as chimpanzees on experiments of cognition that show an understanding of the physical properties of the world and an ability to generalize from one problem to the next?”
If the birds learn to avoid holes and barriers in the experimental setting of a plastic tubed box, for example, they will avoid holes and barriers in the very different conditions of a wooden table. “Knowing their social structure,” Dr. Gray said, “is one part of the jigsaw.”
New DNA studies suggest that corvids first arose at the end of the dinosaur era, roughly 65 million years ago, somewhere in the neighborhood of Australia, and radiated outward from there. The ancestors of the New Caledonian crow didn’t travel far before settling on the 220-mile-long land sprig from which the species derives its name.
The modern New Caledonian crow is funereal of bill and feather and, at an average of 12 inches in length and 12 ounces in weight, a middling sort of corvid: much smaller than a common raven, slightly more compact than the ubiquitous American crow, but beefier than a jay or a jackdaw. Brain size is another matter.

“All corvid brains are relatively big,” said Dr. Gray, “but preliminary evidence suggests that the New Caledonian brain is big even for corvids.” Moreover, the brain is preferentially enlarged, displaying impressive bulk in the avian equivalent of the cogitating forebrain, particularly structures involved in associative learning and fine motor skills.

Their bills are also exceptional, “more like a human opposable thumb than the standard corvid beak,” said Dr. Gray.
The bills “appear specialized to hold tools,” said Anne Clark, who studies American crows at the State University of New York at Binghamton but who also has observed New Caledonian crows in the field. “When I was watching them, they seemed to grab a stick whenever they appeared unable to figure something out,” she said, rather as a mathematician has trouble solving a problem without a pencil in hand.
The birds are indefatigable toolmakers out in the field. They find just the right twigs, crack them free of the branch, and then twist the twig ends into needle-sharp hooks. They tear strips from the saw-toothed borders of Pandanus leaves, and then shape the strips into elegant barbed spears.
With their hooks and their spears they extract slugs, insects and other invertebrates from deep crevices in the ground or in trees. The birds are followers of local custom.
Through an arduous transisland survey of patterns left behind in Pandanus leaves by the edge-stripping crows, Gavin Hunt of the University of Auckland determined that toolmaking styles varied from spot to spot, and those styles remained stable over time. In sum, New Caledonian crows have their version of culture.
Being cultured is hard work. In studying the birds’ social life, Dr. Holzhaider and her colleagues confirmed previous observations that New Caledonian crows are not group-living social butterflies, as many crows and ravens are, but instead adhere to a nuclear family arrangement. Males and females pair up and stay together year-round, reaffirming their bond with charming gestures like feeding and grooming each other, sitting close enough to touch, and not even minding when their partner plays with their tools.
Young birds stay with their parents for two years or more — a very extended dependency, by bird standards — and they forage together as a family, chattering all the while. “They have this way of talking in a quiet voice, ‘Waak, waak, waak,’ that sounds really lovely,” said Dr. Holzhaider.
The juveniles need their extended apprenticeship. “They’re incredibly persistent, wildly ripping and hacking at Pandanus leaves, trying to make it work,” said Dr. Holzhaider, “but for six months or so, juveniles are no way able to make a tool.”
The parents step into the breach, offering the trainee food they have secured with their own finely honed tools. “By seeing their parents get a slug out of a tree, they learn that there’s something down there worth searching for,” she said. “That keeps them going.”
The carrot-on-stick approach: It works every time.