Este es un espacio para compartir unas serie de temas sobre las ciencias cognitivas y áreas del saber relacionadas
jueves, 16 de julio de 2009
Ida
El 19 de mayo de 2009 todo el planeta conoció el exquisito fósil de Ida, un cachorro hembra de primate de hace 47 millones de años. La publicación de su estudio científico se hizo coincidir con una campaña publicitaria sin precedentes en el mundo de la paleontología. De repente, ya estaba hecho el documental, el sitio web interactivo y el libro, que se titula El eslabón. Pero, ¿es Ida el eslabón perdido?
Las exageraciones sobre Darwinius masillae (el nombre científico de Ida) provocaron desagrado, suspicacia y sarcasmo en muchos científicos. No era para menos: Ida, “la octava maravilla”; Ida, “el fósil que lo cambiará todo”; Ida, “el fósil que conecta al hombre con los demás mamíferos”; Ida, el hallazgo que “valida a Darwin”; Ida, “el eslabón perdido que finalmente se ha encontrado”… Tal y como se estaba describiendo el hallazgo, parecía como si la ciencia se hubiera quedado estancada en el siglo XIX.
El principio de la cadena
Los científicos de la época de Darwin arrastraban consigo un lastre filosófico, una rémora que aún hoy da coletazos: la Escala de la Naturaleza, también llamada Gran Cadena del Ser. Según esta noción, todos los seres del Universo pueden ordenarse formando una larga cadena en la que los eslabones más perfectos están cada vez más arriba. Entre los animales (dejamos aparte a los ángeles y a Dios), el hombre era el eslabón superior. Bajo el eslabón humano se sucedían, una por una, el resto de las especies.
El perro era un eslabón superior a la oveja, el águila estaba por encima de la paloma, los peces debajo de las aves, los insectos debajo de los peces… Pero Charles Darwin descubrió que los seres vivos no podían ordenarse científicamente en una cadena. Las relaciones entre ellos eran diferentes, más complejas. Eran relaciones de transformación y de parentesco. Los seres vivos formaban un inmenso árbol genealógico con ramificaciones y extinciones. Darwin halló pruebas variadas, y los científicos posteriores las multiplicaron. Desde hace un siglo, el parentesco en forma de arbusto se considera un hecho científico.
Sin embargo, la Gran Cadena del Ser permaneció mucho tiempo en la mente de los naturalistas, incluso cuando los descubrimientos de Darwin deberían haberla pulverizado. Resultaba psicológicamente muy difícil desembarazarse de aquella idea, tan agradable y cómoda. De modo que se hizo un pequeño reajuste y empezó a hablarse de “escala evolutiva” y “cadena evolutiva”. Las criaturas de arriba eran más perfectas que las de abajo porque… estaban más evolucionadas.
Nuestra especie, evidentemente, seguía ocupando el eslabón superior. Justo debajo estaban los simios, pero la distancia parecía demasiado grande; faltaba un eslabón: una criatura hipotética, evolutivamente intermedia entre hombre y mono: the missing link, el “enlace que falta”, o, como se conoció en nuestro idioma, “el eslabón perdido”. “El eslabón perdido no existe”, dice el biólogo y filósofo John Wilkins. “Lo que hay es un número indefinido de ramas perdidas. Para tener un eslabón perdido hay que visualizar la evolución como una cadena. Si hay un hueco en la cadena, entonces tenemos un eslabón perdido. Pero la evolución, al menos en el nivel de los animales y las plantas, es principalmente un árbol.”
Los científicos se ocupan de desentrañar los detalles del proceso, pero no necesitan un fósil espectacular para validar algo archicomprobado: que el hombre y el resto de los seres vivos estamos emparentados. Los paleontólogos descubren decenas de fósiles fascinantes todos los años, que, junto con los avances de la genómica y otras ramas científicas, ayudan a resolver, poco a poco, los orígenes de cada linaje y sus relaciones familiares.
Los investigadores y divulgadores más concienciados prefieren hablar de fósiles transicionales. El concepto es también distinto: un fósil transicional posee características que ilustran una transformación evolutiva interesante, como por ejemplo la que tuvo lugar durante la evolución de las aves a partir de pequeños dinosaurios carnívoros, o las serpientes a partir de reptiles de cuatro patas. Los paleontólogos rara vez afirman que un fósil transicional es un antepasado de algún ser vivo actual. Se estima que el 99% de las especies se han extinguido, y la probabilidad de dar con un ancestro real suele ser muy baja. Además, no habría forma de confirmar que realmente es un antepasado, y no un pariente cercano de este.
Volvamos a la famosa Ida: es un hallazgo excepcional por su gran antigüedad y su excelente estado de conservación; es un fósil transicional del que se extraerá información a raudales. Pero Ida no es “el eslabón perdido”. No encaja con el concepto de criatura intermedia entre hombre y mono. El hombre de Neanderthal era demasiado humano para obtener ese papel, y a Ida le pasa justo lo contrario: es demasiado primitiva. Otros seres, sin embargo, sí se corresponden a la perfección con la idea clásica de eslabón perdido. Nos referimos a los australopitecinos.
En los especímenes más completos, como Lucy y la niña de Dikika (Australopithecus afarensis), se comprueba que casi todos los rasgos de su esqueleto son, o bien simiescos (el tamaño cerebral, los dedos largos y curvados...), o bien bastante humanos (locomoción bípeda, pies incapaces de agarrar...), o bien “insultantemente” intermedios entre ambos (caninos y molares, la longitud de los brazos, la posición del agujero del cráneo...).
La evolución no necesita ser salvada por un fósil. No hay “cadena” evolutiva, sino arbusto. Y para colmo, hace tiempo que descubrimos a los australopitecinos. El eslabón perdido es solo una bonita leyenda.
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