Las personas que piensan
analíticamente reconocen mejor los sentimientos de los demás que las que
se fían de su intuición, señala la reciente investigación.
Ponerse en la piel de los demás, ser
sensible, reconocer los sentimientos de alegría, dolor o pena ajenos. En
definitiva, ser empático. ¿De qué depende? Según la creencia popular,
es una cuestión de intuición más que de reflexión. Un estudio reciente
revela, sin embargo, que las personas podemos percibir y entender mejor
las emociones de nuestros congéneres, es decir, empatizar con ellos, si
pensamos de manera sistemática y sopesamos toda la información que si
nos fiamos de nuestra intuición.
«Tener éxito en las relaciones personales y profesionales requiere la
capacidad de inferir con precisión los sentimientos de los demás, es
decir, de ser empáticamente certeros. Algunas personas son mejores que
otras en eso, una diferencia que puede explicarse en parte por el tipo
de pensamiento», explica Jennifer Lerner, de la Universidad Harvard y
autora principal del estudio. «No obstante, hasta ahora poco se sabía
acerca de qué modo de pensamiento, si el intuitivo o el sistemático,
ofrece una mayor precisión a la hora de percibir de los sentimientos del
otro», señala. Cuestión de cabeza
Los investigadores evaluaron la empatía de más de 900 participantes a
partir de cuatro experimentos. En primer lugar, averiguaron qué
capacidad relacionaban los propios probandos con la habilidad de
percibir los sentimientos de otra persona: ¿la reflexión o la intuición?
La mayoría de los encuestados se decantaron por la intuición.
En una segunda prueba, los experimentadores pidieron a los
participantes que mantuvieran, por parejas, una entrevista de trabajo
ficticia. Los roles de jefe y de candidato se adjudicaron al azar.
Después de la conversación, se pidió a los sujetos que indicasen,
mediante un cuestionario, cómo se habían sentido ellos mismos y cómo
creían que se había sentido su interlocutor durante la entrevista.
Además, evaluaron, a partir de una prueba cognitiva, si los probandos
pensaban de manera sistemática o, por el contrario, tendían a confiar en
su intuición. En un experimento final, los investigadores examinaron
las estrategias de pensamiento de los participantes. También en este
caso constataron que los que pensaban de manera reflexiva presentaban
una mejor capacidad para comprender los sentimientos de los demás.
Según concluye Lerner, los hallazgos de este estudio resultan de
interés para las personas que ocupan puestos directivos, puesto que
sugieren que se debe utilizar más la cabeza y menos la intuición para
ponerse en la piel de los empleados.
Más información en American Psychological Association
Fuentes: Spektrum.de / Daniela Zeibig y APA
Belleza, delgadez, juventud, imagen. El cuerpo está en el centro de las
preocupaciones de una sociedad que, paradójicamente, está sentada en el
auto y en la oficina, frente a la computadora; de una sociedad que por
momentos actúa como si el cuerpo fuera "un accesorio prescindible". El
sociólogo y antropólogo francés David Le Breton ha estudiado esa
relación de "amor-odio" durante más de dos décadas desde su cátedra en
la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Estrasburgo, y la
ha plasmado en libros tales como Antropología del cuerpo y modernidad (1990), Adiós al cuerpo (1999), La sociología de cuerpo (2002) y El sabor del mundo
(2007), entre otros títulos traducidos al español. Ahora la profundiza
en Rostros, un ensayo de antropología que editaron en la Argentina Letra
Viva y el Instituto de la Máscara (ver recuadro), donde el académico
recibió a LN R durante su última visita a Buenos Aires. El
rostro "nos deja desnudos frente a la mirada de los otros", reflexiona
Le Breton; en la sociedad occidental "somos juzgados, reconocidos,
amados o detestados" a partir de la apariencia. Como contracara, dice,
Internet y las redes sociales plantean un universo de máscaras, donde
las emociones se simplifican como los rostros en "emoticones" y "caritas
felices", y las relaciones se deshumanizan.
-¿Qué nos dice sobre nuestra sociedad el papel que le asignamos al cuerpo?
*Para mí, el cuerpo está en el centro de las preocupaciones de
innumerables occidentales. En los últimos años se desarrolló un mercado
del cuerpo que alimenta una preocupación por la apariencia, la juventud,
la seducción, la belleza, la delgadez... Y también el cuerpo está en el
centro de las preocupaciones en términos de salud, por las actividades
físicas y deportivas que muchos de nuestros contemporáneos practican
para mantenerse en forma. Creo que el cuerpo se convirtió en un elemento
importante de nuestras preocupaciones, en la medida en que es cada vez
menos utilizado en el desarrollo de la vida cotidiana y de la vida
profesional. Yo he hablado del tema de la "humanidad sentada", es decir
que, para muchos de nuestros contemporáneos, el cuerpo en la actualidad
no sirve para nada. Muchos de nuestros contemporáneos están sentados
durante todo el día en el auto y en la oficina, y en los edificios
urbanos vemos el auge de las escaleras mecánicas, que hacen que la gente
se detenga, no se mueva; como si el cuerpo ya no sirviera. En ese
contexto de subutilización del cuerpo nace el sentimiento de no sentirse
bien en el propio pellejo. Esa subutilización del cuerpo provoca una
fatiga nerviosa.
-El auge de los cosméticos,
las dietas, los ejercicios y las cirugías para modificar la imagen
presuponen un culto al cuerpo. Sin embargo, usted señala el advenimiento
de una era en la que el cuerpo es visto como un accesorio
prescindible...
-Hay un culto ambivalente del cuerpo: por un lado hay un odio por el
cuerpo y por el otro una pasión por el cuerpo. Lo que usted menciona
como el culto del cuerpo es la voluntad de modelar el cuerpo, de
"trabajarlo". El cuerpo que no fue "trabajado" no resulta un cuerpo
interesante. La sociedad convirtió el cuerpo en un accesorio, una suerte
de materia prima con la que podemos construir un personaje. Por medio
del fisicoculturismo, de las dietas, nos volvemos en cierto modo
ingenieros de nuestro propio cuerpo. La gente que no trabaja su cuerpo
es señalada como aquella que se deja estar, y es excluida. Tienen mala
reputación. Como si fueran personas moralmente cuestionables porque no
juegan el juego del marketing, de los cosméticos...
-Si el cuerpo es un accesorio, ¿a quién pertenece? ¿Cuál es entonces el verdadero ser?
-No hay una verdad sobre el ser, no hay una verdadera persona, sino
innumerables versiones de la misma persona. Lo que nos transforma son
los contextos, que fabrican lo que somos. Hay en nosotros miles y miles
de personajes posibles que quizá no conoceremos nunca, porque sólo
determinadas circunstancias podrían hacerlos aparecer. Somos una
presencia humana. Para mí no existe el espíritu por un lado y el cuerpo
por otro. La condición humana es una condición corporal. Hay una
inteligencia del cuerpo así como hay una corporalidad del pensamiento.
-¿El rostro sería la máxima expresión de esto que nos pasa con el cuerpo? ¿Lo odiamos más porque se ve más?
-Los únicos lugares desnudos del cuerpo son las manos y el rostro. A
partir de nuestro rostro somos juzgados, reconocidos, amados,
detestados. Por nuestro rostro se nos asigna un sexo, una edad, se nos
juzga como bellos o feos. El rostro es un lugar de alta vulnerabilidad
en el vínculo social, porque nos deja desnudos frente a la mirada de los
otros. Lo que detestamos sobre todo es el rostro de la vejez, el rostro
de la enfermedad, el rostro de la desfiguración. Yo creo que ahí
tenemos que librar batalla, para subrayar el hecho de que la dignidad y
la equidad de los hombres y las mujeres es también la dignidad del
rostro, ya sea el rostro de un niño o el de un anciano. Usted tiene
razón cuando dice que a veces el rostro es el lugar del odio y, de
manera particular, lo es del racismo. Podríamos calificar al racismo
como la liquidación del rostro. Para el racista hay tipos, razas,
etnias. Se habla de portación de rostro, la cara pasa a ser una prueba
de culpabilidad. Para el racista, el otro no existe en su singularidad.
Todos son iguales, según la típica expresión del racista.
-Detestamos en los otros esa uniformidad desde el racismo, y
sin embargo nos uniformamos con cirugías estéticas, medidas, dietas...
-Sí, sobre todo en el caso de las mujeres. Es la cuestión de la tiranía
de la apariencia, que se da con mucha más frecuencia en los Estados
Unidos y aquí, en América latina, donde la mujer sólo vale por lo que es
su cuerpo, está asignada a su cuerpo. El hombre rara vez es juzgado por
su cuerpo, si bien el mercado se está ampliando para alcanzarlo en
determinados cuidados estéticos. No obstante, la proporción aún es mayor
entre las mujeres, que sobre todo en sociedades cultural y
económicamente más pobres sólo ven la salvación a través de sus cuerpo,
ven su cuerpo como el único medio para un ascenso social. Una estudiante
colombiana que hizo su tesis conmigo trabajó sobre las cirugías
estéticas en mujeres colombianas cuyo sueño era convertirse en amantes o
esposas de los narcotraficantes, con la convicción de que para serlo
debían tener una buena figura, pechos de determinada medida. Se operan
buscando dinero y poder, aunque eso implique incluso prostituirse, para
seguir operándose cuando lo obtienen. Sólo el cuerpo las puede salvar.
-Parece una paradoja que mientras llevamos una vida
sedentaria en la que el cuerpo pareciera no importarnos, nos
obsesionemos por la delgadez, la belleza y la juventud eterna... ¿O una
cosa es consecuencia de la otra?
-Creo que esa preocupación por el cuerpo proviene del hecho de que nos
sentimos cada vez menos dentro de nuestro cuerpo. El cuerpo plantea
problemas y por eso no dejamos de hablar y de preocuparnos por él.
Durante los años 60 y 70 no hablábamos del cuerpo, porque el cuerpo era
una evidencia. Hoy nos plantea problemas; por eso tratamos de
controlarlo y nos planteamos preguntas respecto de él. El mercado del
cuerpo que floreció en los años 90 y 2000 multiplica esa obsesión por
sentirse bien dentro del propio cuerpo: tener buenas medidas, el peso
correcto, preocuparse por la salud, hacer footing. Las nuevas
generaciones desarrollan actividades deportivas extremas, que son un
síntoma del querer volver a encontrar la sensación de lo real. Las
conductas de riesgo, el alcoholismo, los trastornos alimentarios como la
anorexia y la bulimia, el exceso de velocidad en las rutas: todo es una
búsqueda de la realidad, de encontrar límites físicos, de encontrar la
sensación de lo real que nos está faltando.
-En ese sentido, pensando en esa necesidad de reencontrarse
con lo real que se evidencia más en los jóvenes, ¿se puede vislumbrar un
futuro positivo, de reencuentro con el cuerpo?
-Sí, hay una dimensión positiva y feliz de encuentro con el cuerpo. Un
ejemplo es el auge del caminar. Yo escribí un libro que se llama Elogio de la caminata
. Vemos en Europa y en los Estados Unidos cada vez más decenas de
millones de personas que caminan, no desde el culto obsesivo del cuerpo,
sino desde el reencuentro con el placer de existir. Es una manera de
usar todos los recursos corporales, sensoriales: la persona que camina
encuentra la plenitud del sentido de su existencia. Me gusta analizar la
caminata como una forma de resistencia: es ponerse por encima de esa
pesadez que concierne al cuerpo hoy.
-En El sabor del mundo , usted dice que "somos
corporalmente", que no hay un vínculo con el mundo que no pase primero
por los sentidos. Pensaba en el uso de Internet, y en cómo en cierto
modo los sentidos tienden a desvanecerse en el mundo virtual, salvo por
la vista, que se exalta... ¿eso tiene relación con la importancia que le
damos a la imagen?
-Hay dos sentidos que se encuentran privilegiados en el mundo
contemporáneo. Uno es la vista; estamos en una sociedad del look, de la
imagen, del espectáculo; una sociedad donde todo tiene que estar a la
vista, donde todo es visual. Otro sentido muy presente es el del oído:
en particular por la importancia que ha cobrado la utilización
permanente del teléfono celular, la importancia que aún tiene la
televisión, la radio, pero también del ruido que nos rodea, del
tránsito, de la ciudad. El tacto es un sentido olvidado en nuestras
sociedades: en un principio no hay que tocar a los otros y cuando se
hace es de una manera muy ritualizada.
-Con Internet, ni siquiera para el sexo el tacto es una condición necesaria...
-Claro, y la cibersexualidad es una prolongación de lo que pasa con la
procreación asistida en laboratorios. Los niños se pueden producir sin
intervención, sin sexualidad, sin cuerpo. Y hasta existe ese fantasma
que se ha desarrollado en la mente de algunos científicos: que el cuerpo
ya no es necesario para que se engendren chicos. Se podrían hacer
chicos de una manera limpia, aséptica, sin cuerpos, sin mujeres. Estamos
en un universo donde se plantea un cierto odio del cuerpo. Es un
universo puritano, porque también está el odio del deseo. El universo de
Internet es un universo autista.
-Internet ha incorporado en la vida cotidiana el uso de
"emoticones", íconos que representan estados de ánimo a través de
expresiones estereotipadas del rostro. Las "caritas felices", ¿no hablan
de una simplificación de nuestra existencia, de relaciones más
superficiales y menos comprometidas?
-Sí, porque en la medida en que el rostro vivo del otro ya no está
presente, se lo transforma en figura en el sentido geométrico del
término; es una suerte de simulacro que muestra una deshumanización. Y,
al mismo tiempo, crece el simplismo en los intercambios que tienen
lugar. Alguien que cuenta por Internet un chiste pone una cara sonriente
como si el otro fuera tan estúpido que no pudiese reír solo.
-Las redes sociales, como Facebook o Twitter, en las que los
internautas se relacionan a partir de un rostro y un nombre propio, ¿no
representan un quiebre con respecto a lo que ocurría hasta hace unos
años en Internet, cuando las relaciones virtuales se amparaban en el
anonimato?
-Yo creo que Internet es el universo de la máscara, aun cuando esté
presente una foto del rostro del otro, porque no es una presencia viva
del otro. Y por eso podemos hacerle creer cualquier cosa. No sabemos
bien a quién está representando esa foto. Se sabe que las nuevas
generaciones suelen multiplicar sus seudónimos en las redes y en los
sitios de chateo: van probando personajes para saber quiénes son. Se
hacen pasar por mujeres, por gente mayor o más joven... Como dicen los
norteamericanos, "en Internet nadie sabe que usted es un perro".
-¿Aun en las redes sociales con nombre y apellido? Porque en
Facebook usted es David Le Breton, escribe con su nombre, con una cara,
una foto que elige, pero que es suya...
-Pero, ¿es realmente mi foto o no lo es? Y finalmente, ¿soy yo? En
Internet uno no es más que quien dice ser, uno se construye un personaje
y es un relato que hace sobre sí mismo. Y eso tiene que ver con el
universo de las máscaras. Hay una construcción ficticia del mundo.
Cuando en Facebook una persona dice "tengo 300 amigos", eso basta para
mostrar que hay un cierto ridículo allí, una degradación de la amistad,
porque se clasifica como "amigos" a todos los que se inscribieron en su
sitio, y por otra parte es gente a la que casi con seguridad no vamos a
ver nunca.
-Hay fantasías, como las de la película Avatar , que juegan con la posibilidad de transmigrar de un cuerpo a otro para vivir otra vida. ¿Por qué eso nos fascina tanto?
-Creo que es una consecuencia de ese odio por el cuerpo. Es un odio absoluto, radical. El personaje de Avatar es un hombre discapacitado, pero cuando está en el universo virtual cumple proezas físicas extraordinarias. Lo que nos dice Avatar
es que el cuerpo nos hace echar raíces sobre la muerte o sobre la
enfermedad o la discapacidad. Habla de la fragilidad y de límites muy
estrechos, mientras que en el universo de lo virtual no hay límites. En
el universo de Avatar lo único que importa para nuestra esencia
son aquellas informaciones que permanecen en nuestro cerebro: el cuerpo
es percibido como algo molesto, como un obstáculo. Porque es el lugar
del límite, del envejecimiento, de la fragilidad. Pero esa fragilidad,
esa vulnerabilidad del cuerpo, el hecho de que el cuerpo nos limite, el
hecho de que existan las enfermedades y la propia muerte, es la
condición del sabor del mundo. El hecho de no ser inmortales nos hace
vivir con fervor. Si perdemos nuestro cuerpo, está claro que perdemos
toda la sensorialidad del mundo, todo el sabor del mundo... ¿Cuáles
podrían ser las sensaciones del hombre virtual? Ninguna. Sería un
universo de pura racionalidad, de un puritanismo absoluto; es el
universo de la información. Y la información no tiene sabor, ni tacto,
ni deseo, ni nada. Sería un universo sin humanidad.
Por Mercedes Funes mfunes@lanacion.com.ar
El enigma del rostro
"Los rostros son enigmas que esconden pasiones y emociones, verdades y
mentiras que a veces lava una sonrisa. Son el poder de la mirada fija en
la mirada del otro, que es su doble, su cómplice o enemigo." Eso
sostienen la Lic. Elina Matoso y el Dr. Mario Buchbinder, directores del
Instituto de la Máscara, en el prólogo de la versión castellana de Rostros , el libro de David Le Breton recientemente editado en la Argentina por esa entidad y Letra Viva , en el que recorre las paradojas de la historia del rostro humano.
La reciente investigación pone en
duda que los humanos nazcamos con la capacidad de imitar. La
probabilidad de que los bebés del estudio reprodujeran los gestos de sus
progenitores eran las mismas de que no lo hicieran.
Ya en las primeras semanas de vida, los bebés
empiezan a imitar los sonidos, los gestos y las expresiones faciales de
otras personas, sugieren numerosos estudios llevados a cabo en los
últimos decenios. Por el contrario, investigadores de la Universidad de
Queensland han demostrado en fecha reciente que, al parecer, los bebés
no son imitadores natos.
Según argumentan los autores, las investigaciones que han revelado
hasta ahora la capacidad innata de imitar de los humanos se limitan al
hecho de que los niños sacan la lengua o abren la boca al igual que sus
padres cuando ven que estos últimos lo hacen. Un comportamiento de este
tipo podría deberse a una reacción del bebé ante la percepción de que
mamá o papá hace algo interesante, indican. Aprender a imitar
Los investigadores mostraron a 106 bebés 11 gestos o expresiones
faciales diferentes a la edad de una, dos, seis y nueve semanas con el
fin de comprobar, en un estudio longitudinal, si reproducían esos
patrones gestuales. Descubrieron que, en conjunto, la probabilidad de
que imitaran a sus padres era tan grande como la posibilidad de que
hicieran cualquier otra cosa. Según Virgnia Slaughter, autora principal
del trabajo, ello demuestra que los bebés aprenden a imitar, bien
observando cómo una persona imita a otra o bien viendo cómo los imitan a
ellos mismos. Al principio, los padres reproducen los gestos de su hijo
cada dos minutos, señala la investigadora.
«Los resultados demuestran que ciertas conductas humanas no son
innatas», afirma Slaughter. Hasta ahora, la capacidad de imitar se había
considerado, junto con la del lenguaje, una característica de los
humanos.
El equipo prevé estudiar el fenómeno en niños de hasta dos años, con
el fin de averiguar a qué edad se empieza a imitar a los demás. «En
etapas posteriores, los niños copian las acciones de otros, pero la
hipótesis controvertida de que ello ocurre desde el momento del
nacimiento debe replantearse», concluye Slaughter.
Más información en Current Biology
Fuentes: Spektrum.de/ Daniela Zeibig y Universidad de Queensland
Un estudio publicado esta semana ofrece uno de los primeros ejemplos más allá del Homo sapiens
de cómo la cultura puede modelar la evolución de una especie hasta
diferenciarla de otros grupos, tanto como se diferencian un esquimal de
un japonés o un cazador y recolector de un agricultor. Los humanos,
viene a concluir el trabajo, no somos los únicos capaces de cambiar
nuestra biología gracias a comportamientos aprendidos de nuestros
mayores.
El estudio, publicado en Nature Communications,
se centra en las orcas, el mayor de los delfines y uno de los mamíferos
más inteligentes y sociales. Investigadores de siete países han
analizado el genoma de 50 individuos de cinco poblaciones repartidas por
el Pacífico, el Ártico y Antártico. Las orcas son cazadores versátiles y
especializados en nichos muy concretos. Algunos grupos han aprendido a
vivir solo de peces en un territorio bastante limitado del Pacífico
Norte mientras otros recorren zonas mucho más amplias del mismo océano
atrapando solo otros mamíferos marinos, sin apenas interactuar o
competir un grupo con otro.También hay orcas especializadas en aves y
otras en reptiles. Cerca del estrecho, en Gibraltar, viven dos grupos
fascinantes de estos animales. Uno lleva cazando atunes durante
generaciones sin prestar atención a los humanos que faenan en esas
aguas. El otro ha aprendido a seguirlos y comerse solo los que atrapan los pescadores de palangre. Ninguno de los dos grupos cambia su estrategia.
Los resultados del estudio apuntan a que el ancestro de
todas las orcas vivió hace unos 250.000 años. Desde entonces estos
mamíferos se han extendido por todos los océanos, del Ártico a la
Antártida, adaptándose a cada entorno, “una diversificación muy rápida
en una escala temporal comparable a la de los humanos modernos”, dice el
estudio. El trabajo apunta a que los diferentes grupos de orcas
actuales, bien diferenciados genéticamente, provienen de un grupo
fundador de unos pocos cientos de individuos. La separación comenzó
justo después de un episodio de reducción de la población, un cuello de
botella que les obligó a buscar nuevas formas de sobrevivir. Y desde
entonces, esas nuevas especializaciones han surgido en varias ocasiones.
En Gibraltar viven dos grupos fascinantes de
estos animales. Uno lleva cazando atunes durante generaciones sin
prestar atención a los humanos que faenan en esas aguas. El otro ha
aprendido a seguirlos y comerse solo los que atrapan los pescadores de
palangre
Los autores del trabajo definen la cultura como una
información que modifica el comportamiento y se puede transmitir de
“unos individuos a otros por o el aprendizaje”. Su conclusión es que, al
igual que en los humanos, las orcas han creado su propia cultura, la
han transmitido de generación en generación y eso ha acabado por cambiar
sus genes aportándoles nuevas adaptaciones a su entorno, ya sean aguas
gélidas o una nueva dieta.
“Este es uno de los primeros casos en los que hemos
descubierto cómo el comportamiento aprendido determina la evolución y no
al revés”, explica a Materia Jochen Wolf, biólogo evolutivo de
la Universidad de Uppsala (Suecia) y autor principal del estudio. “Esto
es muy comparable a los humanos y nos muestra que nos somos el único
animal que evoluciona gracias a la cultura”, resalta.
Matriarcado
Se sabe que los primeros agricultores desarrollaron
adaptaciones genéticas para tolerar la lactosa por el consumo continuado
de productos lácteos. También que los inuit de Groenlandia eran gentes
del Este de Asia que conquistaron el Ártico gracias a su capacidad para
transmitir culturalmente nuevas técnicas de caza y supervivencia. Esa
adaptación cultural provocó nuevas adaptaciones genéticas, como digerir
mejor las grasas y aguantar las gélidas temperaturas del Ártico. En su
estudio, Wolf y el resto de su equipo señalan varias adaptaciones
similares que habrían surgido en las orcas y que les ayudan a vivir en
aguas más frías o consumir solo un tipo de presas frente a otras.
El estudio resalta que, al igual que los humanos, las orcas
también tienen un largo periodo de aprendizaje en el que la cría no se
separa de la madre u otras hembras del grupo. Son ellas las que
transmiten la cultura en esta especie, en parte porque viven mucho
tiempo después de haber perdido la capacidad reproductora (las abuelas
también enseñan). Para Wolf, hasta ahora la ciencia se ha centrado casi
en exclusiva en los humanos en este tipo de estudios. En trabajo resalta
que resultados como este invitan a buscar nuevas especies en las que la
transmisión cultural haya impulsado la evolución.
Estamos tan acostumbrados a ser los
únicos humanos sobre la Tierra que casi no podemos imaginar un pasado en
que, viajando desde África hacia un mundo desconocido, lo más fácil era
encontrar por ahí a otros de los nuestros, otras especies del género Homoque
compartían con nosotros un pasado olvidado, y con las que, según
sabemos ahora, no nos importaba compartir el sueño de una noche de
verano. Sin considerarlo animalismo, y sin que nuestra lógica más
profunda, la genética, lo viera inconveniente tampoco, puesto que de
aquellos polvos han venido estos lodos que la ciencia revela ahora en
nuestro genoma.
ADVERTISEMENT
Según
la última investigación de 1.523 genomas de personas de todo el mundo,
incluidos por primera vez los de 35 melanesios, los neandertales se
cruzaron no una, sino tres veces (en tres épocas distintas), con
diversas poblaciones de humanos modernos. Solo se libraron los
africanos, por la sencilla razón de que los neandertales no estaban
allí. Los melanesios actuales llevan ADN de otra especie arcaica, los
misteriosos denisovanos que vivían en Siberia hace 50.000 años, pero ni
por esas se libraron de la promiscuidad neandertal: sus genomas actuales
llevan las marcas inconfundibles tanto de neandertales como de
denisovanos.
Y un premio de consolación: los genes de la evolución del córtex, la sede de la mente humana, son enteramente nuestros, de los Homo sapiens.
Lo demás parecen ser adaptaciones al clima local. Son los resultados
que 17 científicos de la Universidad de Washington en Seattle, la
Universidad de Ferrara, el Instituto Max Planck de Antropología
Evolutiva en Leipzig y el Instituto de Investigación Médica de Goroka,
en Papúa Nueva Guinea, entre otros, han presentado en Science.
Según
la última investigación, los neandertales se cruzaron no una, sino tres
veces (en tres épocas distintas), con diversas poblaciones de humanos
modernos
Los genomas se suelen medir en megabases, o millones de bases (las letrasdel
ADN, gatacca…). El genoma humano tiene 3.235 megabases. De ellas, 51
megabases son arcaicas en los europeos, 55 en los surasiáticos y 65 en
los asiáticos orientales. Casi todas esas secuencias arcaicas son de
origen neandertal en estas poblaciones. En contraste, los melanesios
presentan un promedio de 104 megabases arcaicas, de las que 49 son
neandertales, y 43 son denisovanas (las 12 restantes son ambiguas de
momento). Son solo números, aunque dan una idea del grado de precisión
que ha alcanzado la genómica humana.
Pero el diablo mora en los detalles. Las secuencias arcaicas no están
distribuidas de manera homogénea por el genoma, ni mucho menos. Hay
zonas donde están muy poco representadas, es decir, donde hay tramos de 8
megabases o más sin una sola letra neandertal o denisovana. Estos
tramos de puro ADN moderno, o sapiens, son ricas en genes implicados en
el desarrollo del córtex cerebral –la sede de la mente humana— y el
cuerpo estriado (o núcleo estriado), una región interior del cerebro
responsable de los mecanismos de recompensa, y por tanto implicada a
fondo en planear acciones y tomar decisiones.
Que los genes implicados en estas altas funciones mentales estén
limpios de secuencias neandertales o denisovanas no puede ser casual,
según los análisis estadísticos de los autores. El hecho implica,
probablemente, que la presencia de ADN arcaico allí ha resultado
desventajosa durante los últimos 50 milenios, y por tanto ha resultado
barrida por la selección natural.
Entre los genes modernos se encuentra el famoso gen del lenguaje, FOXP2,
lo que vuelve a plantear dudas sobre la capacidad de lenguaje de los
neandertales. Que la secuencia de este gen sea idéntica en neandertales y
sapiens se ha considerado una evidencia de que los neandertales
hablaban, pero los genes son más que su secuencia de código (la que se
traduce a proteínas): hay además zonas reguladoras esenciales, las que
le dicen al gen dónde, cuándo y cuánto activarse. Otros genes puramente modernos son los implicados, cuando mutan, en el autismo.
Entre los genes modernos se encuentra el famoso gen del lenguaje, FOXP2, lo que vuelve a plantear dudas sobre la capacidad de lenguaje de los neandertales
También son interesantes las regiones genómicas contrarias, es decir,
las que están particularmente enriquecidas en genes neandertales o
denisovanos. Los genomas melanesios han revelado 21 regiones de este
tipo que muestran evidencias de haber sido favorecidas por la selección
natural. Muchas de ellas contienen genes implicados en el metabolismo
(la cocina de la célula), como el de la hormona GCG, que incrementa los niveles de glucosa en sangre, o el de la proteína PLPP1,
encargada de procesar las grasas; también hay cinco genes implicados en
la respuesta inmune innata, la primera línea de defensa contra las
infecciones.
Todo ello refuerza los indicios anteriores de que los cruces de
nuestros ancestros sapiens con las especies arcaicas que encontraron
durante sus migraciones fuera de África tuvieron importancia para
adaptarse a las condiciones locales: clima, dieta e infecciones
frecuentes en la zona. Tiene sentido, desde luego.
Fueron sueños de una noche de verano, pero vuelven ahora a nuestro encuentro, como en una buena obra de teatro clásico.
En los libros de texto se enseñaba hasta
ahora que, en cuanto al sistema inmunitario, el cerebro y el resto del
organismo constituyen entidades independientes. El cuerpo, expuesto a
objetos extraños, sean bacterias o tejidos trasplantados, desencadena un
torrente de actividad inmunitaria: los leucocitos devoran los patógenos
invasores y destruyen las células infectadas. Los anticuerpos marcan
los elementos extraños para que se detecten y sean destruidos. Así
ocurre, excepto en el cerebro, pues la barrera hematoencefálica impide
el acceso a los cuerpos extraños y a las células inmunitarias. Sin
embargo, se ha descubierto una línea de comunicación entre el cerebro y
el sistema inmunitario corporal. El estudio, publicado en julio del año
pasado en Nature, se suma a un conjunto de investigaciones que vinculan el cerebro y las defensas del cuerpo.
Ya en 1921 se reconoció que el cerebro constituye, desde el punto de
vista inmunitario, un caso aparte. Tejidos injertados en el sistema
nervioso central suscitan respuestas mucho menos hostiles que los que se
introducen en otras partes del cuerpo. Ello hizo pensar que el cerebro
era «inmunitariamente privilegiado». Los especialistas han señalado,
desde hace mucho, que la aparente inexistencia de drenaje linfático
sería la causa de tal privilegio. El sistema linfático es, junto a los
sistemas arterial y venoso, el tercer conjunto de vasos de nuestro
cuerpo. Los nódulos linfáticos, estacionados periódicamente a lo largo
de esta red de vasos, son como almacenes de células del sistema
inmunitario. En casi todas las partes del cuerpo, los invasores provocan
la liberación de estas células y su traslado por el sistema linfático
hasta el torrente sanguíneo. El nuevo estudio ha revelado que el sistema
linfático se halla conectado al cerebro.
Jonathan Kipnis, profesor de neurociencia en la Universidad de
Virginia, y su grupo han identificado en ratones una red de vasos
linfáticos en las meninges (membranas que envuelven el cerebro y la
médula espinal) que aporta y retira fluido y células inmunitarias desde
el fluido cerebroespinal hasta los nódulos linfáticos cervicales del
cuello. Los investigadores habían demostrado en otro estudio que cierto
tipo de células sanguíneas, llamadas células T y que también se observan
en las meninges, parecían influir en la cognición. Mediante técnicas de
neuroimagen, los científicos observaron en meninges de ratones la
presencia de células T en vasos sin relación con arterias y venas.
Los vasos descubiertos, que también se han identificado en humanos,
podrían explicar el enigma sobre el modo en que el sistema inmunitario
interviene en las neuropatías y las psicopatías. Se cree que ciertos
casos de esclerosis múltiple son consecuencia de la actividad
autoinmunitaria en respuesta a infecciones del sistema nervioso central y
del fluido raquídeo. «Aunque es pronto para hacer conjeturas, la
alteración en estos vasos puede afectar a la progresión de la enfermedad
en trastornos neurológicos que conllevan una notable componente
inmunitaria, como la esclerosis múltiple, el autismo o el alzhéimer»,
indica Kipnis.
Algunas enfermedades mentales, como la depresión o la esquizofrenia,
se han relacionado con la inflamación y la actividad inmunitaria
anómala, aunque no se ha podido descubrir todavía el mecanismo
subyacente. Este hallazgo plantea una tentadora línea de investigación
que quizá se traduzca en fármacos.
A
loud rumble, a scuffle and 33 long minutes of coordinated attacks by a
female orangutan and her male partner led to the death of an older
female orangutan in a Borneo forest, in what scientists say is the first
incident of lethal aggression among orangutans ever observed by
researchers.
Female orangutans are
not normally aggressive. They are solitary, and rarely engage in
fights, according to primatologist Anna Marzec, of the University of
Zurich in Switzerland, who witnessed the event. Even more surprising is
that the attacking female used a male orangutan as a "hired gun" to help
corner and attack the victim, the scientist said.
Although aggression among primates is frequent, lethal attacks are
rare, said Marzec. In fact, it has only been observed in a handful of
species: chimpanzees, red colobus monkeys, capuchins, muriquis and
spider monkeys. [Image Gallery: Lethal Aggression in Wild Chimpanzees]
"In previous observations, whenever we have seen aggression between
females it hasn't even led to injuries," Marzec told Live Science. "It's
normally a quick chase, sometimes some hitting or biting but those
females—and we've seen only six such cases before over 12 years of
studies—they never even leave their victims with wounds. That's why this
particular case is so special." Aggression among primates is
a normal expression of competition for resources, Marzec said. Males
compete over females and females compete for food, but these skirmishes
are usually between members of the same sex. The two sexes typically
only associate during the few months before a female orangutan is ready
to conceive, the researchers said.
The case Marzec and her colleagues observed involved a young female
orangutan named Kondor, who had recently lost her infant, and an older
female named Sidony. Both orangutans lived in Indonesia's Mawas Reserve
and had a history of aggressive interaction, the researchers said.
In the two weeks before the attack, Kondor was seen associating with
various males, particularly one named Ekko, the researchers said. Kondor
and Ekko approached Sidony together and Ekko sexually inspected Sidony
before returning to mate with the younger Kondor, they added.
When Sidony started to move away, Kondor interrupted her mating and
attacked Sidony. Immediately, Ekko also joined the fight, taking turns
attacking the older female, the researchers reported. While one physically attacked Sidony, the other orangutan watched and blocked the victim's escape.
The fight attracted another male orangutan, Guapo, to approach and
protect Sidony, eventually leading the older female away from the fight.
Despite his help preventing further attacks, Sidony sustained
significant injuries and died two weeks later, according to the study.
The researchers are unsure what caused Kondor's unusually aggressive
behavior. Kondor could have been prompted by the presence of a male
partner-in-crime who was willing to help in return for more mating time,
Marzec said. But males have had such opportunities before.
"This is a really odd, one-off case," said primate behavioral
ecologist John Mitani, who studies chimpanzees at the University of
Michigan in Ann Arbor but was not involved with the new study. "It's an
anecdote embedded in thousands and thousands of hours of observation of
these animals, not only in this study, but many other studies in Borneo
and Sumatra. So it's really hard to interpret what’s going on and what's
responsible."
Marzec thinks this case could be an example of extreme competition
for resources. Forest fires and illegal logging in neighboring areas
have destroyed orangutan habitats. As a result, orangutans are living in increasingly crowded conditions, all vying for limited resources.
"These animals have been living on the edge and are highly
endangered," Mitani said, noting that "we're placing them in even more
vulnerable conditions. As we do, are we going to see more unusual
aspects of their behavior manifest as a result?"
Details of the deadly fight were published Feb. 3 in the journal Behavioral Ecology and Sociobiology.
In the modern world, we rely on governments, courts and the
police to deter and punish those who would otherwise undermine social
cooperation. But how did human societies achieve and sustain cooperation
before these institutions existed? One possibility is religion: under
the watchful gaze of supernatural agents, people modify their behaviour
in an effort to avoid the wrath of the gods. In this issue, Purzycki et al.1 (page 327)
report a cross-cultural field-study finding that people are
consistently more willing to give money to strangers of the same
religion if the donor believes in a god that is moralizing (concerned
about good and bad behaviour), knowledgeable (aware of one's thoughts
and actions) and punishing (able to exact harm).
Pioneering anthropologists, such as Émile Durkheim and Bronisław
Malinowski in the early twentieth century, have long argued that
supernatural beliefs offer a powerful way to build materially
cooperative societies. But in the thriving new field of evolutionary
religious studies, researchers are drawing on evolutionary theory to
explore how religious beliefs can bring adaptive advantages — that is,
contribute to an individual's survival or reproductive success. Although
major debates remain2, one theory that has gathered momentum is that a belief in supernatural punishment for violating social norms may be adaptive3(Fig. 1).
How could this idea apply to cooperation? Deterring oneself from the
pursuit of self-interest because of the risk of punishment from a
watchful supernatural eye would seem to reduce an individual's
evolutionary fitness, and should thus be eliminated by natural
selection. However, even if such beliefs are false and costly, they may
have generated net benefits: to individuals, by steering them away from
selfish behaviour that risked retaliation in increasingly transparent
and gossiping human societies; and/or to groups, by increasing the
performance of the group as a whole in competition with other groups4, 5.
But
what evidence do we have for such a theory? Empirical evidence that
supernatural beliefs promote cooperation is mounting, but has tended to
rely on qualitative, society-level or proxy measures of beliefs. Study
participants have also typically been university students in developed
nations, thus omitting the small-scale societies most relevant to the
evolutionary problem at hand: how human groups achieved cooperation and
made the transition from small to large societies in the first place.
Perhaps the most important lacuna is that previous studies have not
rigorously addressed whether the beliefs of the recipients of
cooperative acts changes people's generosity towards them.
Purzycki
and colleagues' study addresses many of these issues by using
controlled experimental games among participants from eight small-scale
societies around the world and tying the results to explicit measures of
individuals' beliefs. Participants played a simple but clever game
(designed to subtly reveal preferences), in which they allocated coins
between a distant co-religionist (people who were members of the same
religion, but who lived geographically far away) and either themselves
or a local co-religionist. The researchers found that the more subjects
rated their god as moralistic, knowledgeable and punishing, the more
money they gave to distant strangers adhering to the same religion.
Notably, belief in rewards from the god could not account for the
results — supernatural punishment seemed responsible.
Because the
study is correlational, one worry is that some unexamined variable could
account for the results — perhaps certain people are disposed to both
kindness to strangers and belief in punitive gods, for example. However,
Purzycki et al. show that allocations increased for moralistic
gods that were punishing and knowledgeable, but not for more locally
relevant supernatural agents that were also punishing and knowledgeable.
Hence, general conceptions of supernatural agents cannot alone explain
the results. Rather, it is moralistic, 'big' gods that seem to stimulate
generosity towards distant co-religionists6.
The
authors did not conduct experiments to assess allocations to oneself
versus a local co-religionist, nor experiments involving non-religious
recipients, so we don't know whether local supernatural agents might
promote cooperation between individuals within the local community, as
other work has found7, or whether any kind of god promotes cooperation with strangers of another, or no, religion. Purzycki et al.
focused on cooperation with co-religionists beyond the local community,
and thus the expansion of human society from small to large groups. But
future studies of the role of local gods are needed to improve our
understanding of the evolutionary origins of religion (before there were
big groups or big gods), and of whether and how religion brings
adaptive advantages to individuals8.
It
is worth emphasizing that the subjects in this experiment were not
cooperative with random strangers, only with strangers that shared the
same god. We therefore still face the challenge of understanding the
promotion of cooperation and trust among members of different religions.
Purzycki and colleagues' finding that sharing the same god is key to
cooperation suggests that this may be an even harder nut to crack. In
fact, one of the most compelling explanations for why individuals may
help the group at their own expense is that it aids survival in an
environment of inter-group competition. Whenever the threat of
exploitation or warfare is present, the best protection is larger and
more-cohesive societies, which are better able to deter or defeat
rivals. Religion's positive role in reducing self-interest and promoting
cooperation may therefore reflect the costs of competition as much as
the benefits of generosity9.
Religion
is arguably the most powerful mechanism that societies have found to
bind people together in common purpose. From ancient civilizations, to
the spread of Christianity, to today's Islamist terrorist groups,
religion has motivated not only the subordination of self-interest for
the wider group, but even martyrdom in the name of a god. We are still
grappling to understand, from a scientific perspective, why and under
what circumstances humans sacrifice their own welfare for the benefit of
distant others10.
But there is little doubt about the power of religion to promote
allegiance to one's god and group. Purzycki and colleagues' study offers
the most explicit evidence yet that belief in supernatural punishment
has been instrumental in boosting cooperation in human societies. A
large part of the success of human civilizations may have lain in the
hands of the gods, whether or not they are real.
Since the origins of agriculture, the scale of human cooperation and societal complexity has dramatically expanded1, 2.
This fact challenges standard evolutionary explanations of prosociality
because well-studied mechanisms of cooperation based on genetic
relatedness, reciprocity and partner choice falter as people
increasingly engage in fleeting transactions with genetically unrelated
strangers in large anonymous groups. To explain this rapid expansion of
prosociality, researchers have proposed several mechanisms3, 4.
Here we focus on one key hypothesis: cognitive representations of gods
as increasingly knowledgeable and punitive, and who sanction violators
of interpersonal social norms, foster and sustain the expansion of
cooperation, trust and fairness towards co-religionist strangers5, 6, 7, 8.
We tested this hypothesis using extensive ethnographic interviews and
two behavioural games designed to measure impartial rule-following among
people (n = 591, observations = 35,400) from eight diverse
communities from around the world: (1) inland Tanna, Vanuatu; (2)
coastal Tanna, Vanuatu; (3) Yasawa, Fiji; (4) Lovu, Fiji; (5) Pesqueiro,
Brazil; (6) Pointe aux Piments, Mauritius; (7) the Tyva Republic
(Siberia), Russia; and (8) Hadzaland, Tanzania. Participants reported
adherence to a wide array of world religious traditions including
Christianity, Hinduism and Buddhism, as well as notably diverse local
traditions, including animism and ancestor worship. Holding a range of
relevant variables constant, the higher participants rated their
moralistic gods as punitive and knowledgeable about human thoughts and
actions, the more coins they allocated to geographically distant
co-religionist strangers relative to both themselves and local
co-religionists. Our results support the hypothesis that beliefs in
moralistic, punitive and knowing gods increase impartial behaviour
towards distant co-religionists, and therefore can contribute to the
expansion of prosociality.
Among the other factors2, 3, 4, 7
that influence the emergence of human ultrasociality and complex
societies, the diffusion of explicit beliefs in increasingly moralistic,
punitive and knowledgeable gods may have played a crucial role6, 7.
People may trust in, cooperate with and interact fairly within wider
social circles, partly because they believe that knowing gods will
punish them if they do not. Additionally, through increased frequency
and consistency in belief and behaviour sets, commitments to the same
gods coordinate people’s expectations about social interactions5, 6, 7, 8, 9.
Moreover, the social radius within which people are willing to engage
in behaviours that benefit others at a cost to themselves may enlarge as
gods’ powers to monitor and punish increase10.
To account for the emergence of these patterns, some evolutionary
approaches to religion have theorized that cultural evolution may have
harnessed and exploited aspects of our evolved psychology, such as
mentalizing abilities, dualistic tendencies and sensitivity to norm
compliance, to gradually assemble configurations of supernatural beliefs
that promote greater cooperation and trust within expanding groups,
leading to greater success in intergroup competition. Of course, given
that cultural evolution can produce self-reinforcing stable patterns of
beliefs and practices, these supernatural agent concepts may also have
been individually favoured within groups due to mechanisms related to
signalling, reputation and punishment5, 6, 7, 8, 9, 11, 12.
Over time, these deities spread culturally and came to dominate the
modern world religions like Christianity, Islam and Hinduism. Such
traditions eventually came to account for a large proportion of the
world’s population6, 7, 13, 14 (see Supplementary Information section S1).
Here we directly test one specific hypothesis: conceptions of
moralistic and punitive gods that know people’s thoughts and behaviours
promote impartiality towards distant co-religionists, and as a result
contribute to the expansion of sociality.
At the societal level,
several lines of converging evidence are consistent with this
hypothesis. For example, after controlling for key correlates, analyses
of cross-cultural data sets show that larger and more politically
complex societies tend to have more supernatural punishment and
moralistic deities5, 15,
and historical analyses in one geographic region show that precursors
to supernatural punishment beliefs precede social complexity16.
However, this data derives from qualitative ethnographies of entire
societies; a more focused, direct and systematic cross-cultural
assessment of what individuals think their gods care about, and whether
or not people explicitly or implicitly view their gods as concerned with
norms of interpersonal social behaviour (termed here as ‘morality’17, 18; see Supplementary Information section S4.2) has only recently begun18, 19, 20.
Analyses of cross-national databases (for example, the World Values
Survey) reveal positive relationships between beliefs in hell, beliefs
in gods’ power to punish, and various self-reported prosocial behaviours21, 22.
Although valuable, these lines of research primarily rely on survey
questions not specifically designed to address the research question we
are interested in. Moreover, they rely on samples drawn broadly from
nation states, thus excluding small-scale societies that are crucial for
assessing questions about the expansion of prosociality.
At the
individual level, two types of behavioural studies are also consistent
with this hypothesis, but each has crucial limitations. First,
laboratory experiments show that exposure to religious reminders
increases generosity and decreases cheating among religious believers23, 24, 25.
However, as is the case for most psychological experiments, the vast
majority of these studies rely on Western, Christian-majority samples,
limiting their generalizability26. Second, in one field study27
across 15 diverse societies of foragers, pastoralists and
horticulturalists, adherence to Christianity or Islam predicted greater
fairness in economic games relative to adherence to local/traditional
religions. This study, however, lacked precise measures for our
theoretically important components of beliefs about gods’
minds—punishment, knowledge and moralism. Moreover, these studies did
not consider the religious affiliation of the anonymous recipients of
players’ monetary decisions. It is therefore unclear whether these
findings explain the expansion of prosociality specifically towards
geographically distant co-religionists.
Addressing these
limitations, we combined two behavioural experiments with detailed
ethnographic interviews to assess whether participants who report that
their moralistic gods are punishing and more knowledgeable about human
thought and behaviour are more likely to impartially allocate money to
anonymous, geographically distant co-religionists over both themselves
and their local community6, 7.
In five of the sites, we also tested whether religious priming
associated with moralistic gods had effects on gameplay, but these had
no overall effect (see Supplementary Information sections S2.2.2 and S6.2.
We tested these predictions with a sample of 591 participants (310 females; observations = 35,400; Table 1 and Extended Data Fig. 1)
from eight diverse communities, including hunter-gatherers,
horticulturalists, herders and farmers, as well as fully
market-integrated populations engaged in wage labour or operating small
businesses. The participants adhere to a variety of world religious
traditions including Christianity, Hinduism and Buddhism, and report
beliefs in an immense range of local supernatural agents, including
spirit-masters, saints, ancestors, animistic beings, anthropomorphic
celestial deities, garden spirits, and ghosts (Supplementary Information section S3).
To measure favouritism towards oneself and local community under
maximally anonymous conditions, we modified the random allocation game9, 28, 29. In this game (Fig. 1),
participants play in private with 30 coins, two cups and a fair die
with three sides of one colour and three sides of another colour. In the
experiment, the participant’s job is to allocate each coin to one of
the two cups. First, they mentally choose one of the cups and then roll
the die. If one coloured side comes up, players are instructed to put
the coin into the cup they mentally chose. If the die comes up the other
colour, people are instructed to put the coin into the opposite cup
from the one they chose. Of course, as cup selection occurs only
mentally, participants can overrule the die in favour of one of the cups
without anyone else observing their decision. If people play by the
rules and thereby allocate the coins impartially, the mean number of
coins in each cup should be 15, and the distribution around this average
will be binomial. This allows us to test for systematic deviations from
this distribution (Supplementary Information section S2.2).
Participants played two counterbalanced games for a total of 60 coin allocations per person (Fig. 1).
In one game, the local co-religionist game, participants chose between a
cup assigned to an unspecified anonymous co-religionist from their
local community and a cup assigned to an anonymous co-religionist living
in a geographically distant community that does not regularly interact
with the player’s community. In the other game, the self game,
participants chose between a cup for themselves and a cup for another
anonymous distant co-religionist. In order to control for any effects of
ethnicity30 and nationality, both local and distant co-religionists were of the same ethnic group and nationality as the participant.
Participants
understood that money put into the cups would be given to the people
they represented, including themselves, and we actually distributed
allocations to participants and randomly selected people described by
the cups (that is, there was no deception). After gameplay, we asked
each participant a battery of questions, including a series of
counterbalanced questions about two locally relevant deities (Supplementary Information section S2).
To
assess the gods’ relative moral concern, we conducted preliminary
ethnographic interviews in each site to identify the most moralistic
deities (that is, ‘moralistic gods’), as well as locally salient,
relatively less moralistic, ‘local gods’ or spirits. We verified the
degree to which gods care about morality with a free-list task asking
about gods’ concerns19
and scales created to measure how important participants claim
punishing theft, murder and deceit are to these supernatural beings. We
measured gods’ punishment and knowledge, using the mean of two,
two-item, easy-to-understand scales with dichotomous responses. The
target gods associated with games were rated significantly more
moralistic, knowledgeable and punitive than local gods (see Extended Data Figs 2 and 3; Supplementary Information section S4).
We also aggregated gods’ punishment and knowledge scores by averaging
all four dichotomous responses, labelled ‘punishment–knowledge combined’
in Table 2. These measures are our key theoretical predictors for game allocations.
Figure 2
displays the effect of punishment for moralizing gods, without any
controls, and reveals the impact of “I don’t know” answers which were
otherwise excluded from our analyses below. When people report not
knowing if a god punishes, they put considerably fewer coins in the cups
for distant co-religionists in both games (local co-religionist game: M = 12.97, s.d. = 4.33; self game: M = 12.50, s.d. = 4.15) than those who consistently report that their god punishes (local co-religionist game: M = 14.58, s.d. = 3.24; self game: M
= 14.53, s.d. = 3.31). One way to estimate the magnitude of these
effects is to calculate the quotient of deviations from the ideal
impartial allocation of 15. Compared to those who don’t know, claiming
the moralizing god punishes increases allocations towards distant
co-religionists in the self game by a factor of 4.8 and in the local
co-religionist game by a factor of 5.3. Extended Data Figs 4 and 5 detail the overall allocation distributions for both games.
We explored this relationship in more detail by regressing the
number of coins allocated to the distant co-religionist cup on a host of
variables for each game in a large set of binomial regressions (Extended Data Table 1 and Supplementary Information section S6). Table 2
shows a subset of the key predictors for the models with the largest
set of control variables, including a number of economic and demographic
variables such as education, material insecurity, number of children
and field site fixed effects. Using sites as fixed effects allows us to
remove the variation between our sites, so the results in Table 2 only capture the differences among individuals within sites. Based on previous work9, 29,
we suspected that material insecurity and number of children would
increase self and local favouritism, and therefore we include both in
our model (Supplementary Information section S2.3.1).
To affirm the robustness of these analyses, we estimated many
alternative models, formulated mixed models, and used both alternative
standard error estimates and different approaches to modelling the error
(Supplementary Information section S5.4).
Across a wide range of specifications and models including a host of
variables (for example, divine rewards, emotional closeness to distant
co-religionists, among others), both moralistic gods’ punishment and
knowledge, as well as our aggregate punishment–knowledge variable, are
reliably associated with less bias against distant co-religionists (Supplementary Tables S5–S9).
We checked whether the effects of moralistic gods’ punishment and
knowledge were indeed specific to powerful, moralizing gods. We added
local gods’ punishment and knowledge to the models presented in Table 2. Figure 3
shows the odds ratios and confidence intervals for these coefficients.
Although neither the punishing powers nor knowledge of these local
deities had any association with the allocations, the odds ratios for
our key predictors pertaining to moralistic gods actually increased.
These overall findings are correlational and should be interpreted with
caution and in combination with other evidence, also considering that
religious priming did not reveal consistent effects. However, these
patterns reduce concerns that omitted third variables might account for
the correlations we observe. A third variable, in addition to
correlating with allocations, would have to correlate only with the
punishing and knowing character of moralistic and knowledgeable gods,
but not with those same attributes in local gods or with the tendency of
either type of deity to reward people.
≤ 0.001, **P ≤ 0.01; *P ≤ 0.05; ‡P ≤ 0.15). The x axis is on a logarithmic scale. Both models include other controls (n
= 390). Local co-religionist and self results include sites as fixed
effects. Note that Indo-Fijians are not included in these models due to
the lack of data for local gods. See Supplementary Tables S5 and S6 for full models (models 2FE are presented here).
These results build on previous findings and have important
implications for understanding the evolution of the wide-ranging
cooperation found in large-scale societies. Moreover, when people are
more inclined to behave impartially towards others, they are more likely
to share beliefs and behaviours that foster the development of
larger-scale cooperative institutions, trade, markets and alliances with
strangers. This helps to partly explain two phenomena: the evolution of
large and complex human societies and the religious features of
societies with greater social complexity that are heavily populated by
such gods6, 7.
In addition to some forms of religious rituals and non-religious norms
and institutions, such as courts, markets and police, the present
results point to the role that commitment to knowledgeable, moralistic
and punitive gods plays in solidifying the social bonds that create
broader imagined communities11, 12, 31.
Turchin, P., Currie, T. E., Turner, E. A. L. & Gavrilets, S.War, space, and the evolution of Old World complex societies. Proc. Natl Acad. Sci. USA110, 16384–16389 (2013)
McNamara, R. A., Norenzayan, A. & Henrich, J.Supernatural punishment, in-group biases, and material insecurity: experiments and ethnography from Yasawa, Fiji. Relig. Brain Behav.6, 34–55 (2016)
Sosis, R. & Ruffle, B. J.Religious ritual and cooperation: testing for a relationship on Israeli religious and secular kibbutzim. Curr. Anthropol.44, 713–722 (2003)
Atran, S. & Henrich, J.The
evolution of religion: how cognitive by-products, adaptive learning
heuristics, ritual displays, and group competition generate deep
commitments to prosocial religions. Biol. Theory5, 18–30 (2010)
Watts, J.et al. Broad supernatural punishment but not moralizing high gods precede the evolution of political complexity in Austronesia. Proc. R. Soc. Lond. B282, 20142556 (2015)
Purzycki, B. G.et al. What does God know? Supernatural agents’ access to socially strategic and non-strategic information. Cogn. Sci.36, 846–869 (2012)
Atkinson, Q. D. & Bourrat, P.Beliefs about God, the afterlife and morality support the role of supernatural policing in human cooperation. Evol. Hum. Behav.32, 41–49 (2011)
Piazza, J., Bering, J. M. & Ingram, G.‘Princess Alice is watching you’: children’s belief in an invisible person inhibits cheating. J. Exp. Child Psychol.109, 311–320 (2011)
Shariff, A. F., Willard, A. K., Andersen, T. & Norenzayan, A.Religious priming: a meta-analysis with a focus on prosociality. Personal. Soc. Psychol. Rev.20, 27–48 (2016)