por Miquel Bosch
Reconozco que a menudo a los neurocientíficos se nos va un poco la mano con esto del prefijo “neuro-“. Lo ponemos en todas partes: que si neuroeconomía, neuroética, neuromarketing, neuropolítica… En fin, una exageración total. Dicho esto, y con vuestro permiso, voy a introducir una nueva palabra: neuroevolución.
¿Es posible conocer el proceso evolutivo que ha seguido nuestro cerebro desde el origen del sistema nervioso? ¿Existen huellas o fósiles de cómo eran nuestros circuitos neuronales hace 100 millones de años?
A partir de las marcas y formas de cráneos fosilizados podemos deducir ciertas características del cerebro que contuvieron en su momento, como por ejemplo, que un tipo de Australopithecus tenía una parte de su lóbulo frontal más puntiagudo y por tanto más capacidad de abstracción y decisión que otro homínido de su misma época.
Pero poca cosa más se puede decir. ¿Cómo podemos saber cuándo aparecieron los circuitos neurales que nos hacen humanos, como los que permiten el lenguaje o la planificación del futuro? O yendo aún más atrás… ¿Cuándo apareció la corteza cerebral? ¿Y las propias neuronas? ¿Cuándo se empezaron a comunicar entre ellas?
Neurogenómica comparativa
Solemos imaginarnos a los expertos en evolución como personas curtidas por el sol desenterrando, cepillo en mano, rocas en forma de hueso de algún yacimiento lleno de polvo en Oriente Medio. Pero los hay que trabajan exclusivamente delante de una pantalla de ordenador -puede que también cubierta de polvo- observando pacientemente fósiles tales como este: ATGAACGGTACCGAAGGCCC…
En realidad tenemos un montón de yacimientos dentro de cada uno de nosotros. Nuestro ADN está repleto de genes inactivos y olvidados, de mutaciones fosilizadas de nuestros antepasados más lejanos. Cada una de las células de nuestro cuerpo lleva inscrito en su genoma la historia de nuestra especie. Podemos hallar cicatrices de las batallas luchadas contra los virus o las soluciones que desarrollamos ante los múltiples cambios climáticos que hemos sufrido. Solo se necesita un pico y un cepillo (en este caso una pipeta y un tubo de ensayo) para desenterrar esa cantidad enorme de información.
Eso es precisamente a lo que se dedica la genómica comparativa , una rama de la biología que está causando una auténtica revolución en el campo de la paleontología. Comparando las secuencias de los genes de diferentes especies podemos saber cuándo se bifurcaron sus historias evolutivas o cuándo se inventó una determinada habilidad, como el lenguaje, la visión en colores, los pelos, la respiración o los contactos sinápticos.
¿Sueñan las esponjas de mar con ovejas porosas?
La respuesta es… “No!”. Las esponjas -y me refiero a las poríferas, esos animales tremendamente simples y amorfos que viven en el lecho marino- no pueden soñar porque carecen por completo de tejido nervioso, neuronas, alma o cualquier sistema de control central. Por no tener, no tienen ningún órgano o tejido especializado. Son básicamente agregaciones de células que filtran el agua para retener los nutrientes que flotan en ella.
Por eso mi sorpresa fue mayúscula cuando, descuidadamente, me colé en la conferencia que Kenneth Kosik vino a darnos al MIT. Comentaba, visiblemente entusiasmado, que cuando se mudó de Harvard a la Universidad de California decidió hacer realidad uno de sus sueños científicos: dedicarse a buscar los orígenes evolutivos del sistema nervioso. Y no se le ocurrió otra cosa que buscarlos en los únicos animales que no disponen de él, las esponjas de mar.
Mediante las potentes técnicas bioinformáticas que ofrece la genómica comparativa, un estudiante de su laboratorio llamado Onur Sakarya hizo un descubrimiento asombroso: Encontró que la esponja Amphimedon queenslandica, uno de los animales más antiguos y más tontos que podemos encontrar por estos mares, poseía en su genoma prácticamente todas la piezas necesarias para construir las mismas sinapsis que encontramos en el cerebro humano. Pero, ¿para que querrán las esponjas todos esos genes y proteínas sinápticas?
Las sinapsis son, sin lugar a dudas, la clave del funcionamiento del cerebro. Son los puntos de contacto entre las neuronas, allí es donde se comunican, donde se envían mensajes químicos en forma de neurotransmisor. También es allí donde se almacena la memoria, ya que cada uno de los cien billones de sinapsis que tenemos en nuestro cerebro puede cambiar de forma independiente, bien potenciándose, bien debilitándose, grabando así la información que reciben del mundo exterior o de nuestros propios pensamientos interiores.
En las sinapsis encontramos una maquinaria muy especializada, llamada “densidad postsináptica ”, hecha de centenares de diferentes proteínas, cada una colocada en un lugar muy concreto, cada una con un trabajo muy definido que hacer. Forman un andamiaje fuerte pero maleable, que cambia constantemente a medida que aprendemos. Siempre había pensado que debe de haber costado muchos millones de años de dura selección natural para llegar a este diseño tan inteligente y tan eficaz.
Pero resulta que toda esa maquinaria ya ha estado allí desde los mismos orígenes del reino animal. Las esponjas, de las que los humanos nos desviamos evolutivamente hace unos 600 millones de años, ya tienen y tenían entonces la gran mayoría de estos ladrillos moleculares (en azul en la siguiente figura) que constituyen una típica densidad postsináptica humana. Únicamente les faltan unas pocas piezas, como los receptores de glutamato -las “orejas” que reciben los mensajes- (en amarillo en la figura), que no surgirán hasta unos millones de años más tarde con las medusas y las anémonas, y unos pocos elementos proteicos aún más modernos (en verde y rojo) que actúan como pegamento final para unir todas las piezas del puzzle.
En realidad no se sabe qué hacen esas proteínas en las esponjas, pero se sospecha que podrían agruparse para crear proto-conexiones en las larvas, que poseen cierta capacidad de recibir señales del exterior. Otra explicación alternativa es que las esponjas sean, en realidad, reliquias degeneradas de ancestros más evolucionados, y que en algún triste momento de la evolución perdieron su sistema nervioso y se apalancaron en el fondo del mar a vivir una existencia mucho menos estresante.
Los dominios de las proteínas
La lección que podemos aprender del trabajo de Kosik es que la vida evoluciona y soluciona sus problemas reciclando, reutilizando y combinando las piezas que ya tiene. Este fenómeno se conoce como exaptación : aprovechar inventos existentes, viejas estructuras, y reutilizarlas para una función completamente nueva. Otro ejemplo clásico son las plumas de las aves, que en su día fueron una invención de los dinosaurios para regular su temperatura corporal.
¿Y cómo se hace esto a nivel molecular? Simplificando un poco, podemos decir que un gen posee la información para fabricar una proteína, y cada proteína realiza un trabajo concreto en la célula. Pero las proteínas suelen estar formadas a su vez por dominios proteicos , es decir, fragmentos estructuralmente compactos, cada uno con una habilidad única. La función final de esa proteína será la suma de las habilidades de sus dominios. Viendo las proteínas como estructuras con piezas intercambiables (como la cabeza de Mr. Potato®, o como un puzzle, Tetris®, Lego®, Tente®, Mecano®…), podemos hacernos una idea de cómo trabaja la evolución. Recombinando estos dominios se pueden crear una infinidad de nuevas proteínas con propiedades inéditas, y a partir de ahí, funciones, órganos y especies completamente nuevas.
De entre los dominios más famosos, hay uno denominado PDZ que actúa como el Velcro®. Une selectivamente unas proteínas con otras y es crucial para mantener las sinapsis correctamente ensambladas. Los colegas de Kosik descubrieron que la similitud molecular entre los PDZ humanos y los de la esponja era de más del 90%. Es decir, el diseño básico no ha cambiado mucho en los últimos 600 millones de años.
Y es que, en el fondo, si nos ponemos las gafas de bioquímico y comparamos detenidamente los mecanismos moleculares que permiten a los humanos reflexionar sobre el origen del universo o inventar robots que paseen por Marte… y los mecanismos que les permiten a las esponjas llevar su apacible y so-porífera vida en el fondo del mar…pues, la verdad, no hay tanta diferencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario